Esperé un momento para seguir hablando pero enseguida la oí llorar. Siempre me he preocupado de hablarle suavemente, con un tono lineal, afable y cariñoso. Por amor me despojé de mi vocabulario cerril, el de una persona que no ha salido de su aldea natal. Por ella empecé a leer a Borges y a Cortázar. Aún así mi jerga, innata, de familia de encofradores y de albañiles, surge de tanto en tanto. Incluso me ha salido una úlcera por controlar mi verdadera naturaleza agreste.
Y así es como, hace cinco minutos, le dije a mi refinada mujer: “Estoy extenuado de asistir a restaurantes donde lo más grotesco que puede ocurrir, es que te sirvan una ostra exánime o un asado frío”. Cualquier frase más ácida que esa hubiese sido motivo de divorcio. Tengo que andarme con cuidado, su psique no lo soportaría.
A veces echo de menos a Matilda. Una mujer rústica, nacida a escasos metros de la dehesa, un poco cafre pero utilitaria al fin y al cabo. Creo que esto último lo dije en voz alta porque mi mujer se acaba de marcar un in crescendo.
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Israel Esteban