La mañana transcurría tranquila. Al ritmo esperado, sin incidencias, sin contratiempos y con la monotonía habitual.
Él, funcionario de una administración cualquiera, cumplimentaba un documento excel, mientras un tema de Calvin Harris sonaba por los altavoces de su ordenador, tan bajo que su compañera de al lado apenas podía distinguir la canción que se escuchaba.
Tras los cristales, el día azul y soleado invitaba a soñar. Dentro, el teclear continuo, el ruido de voces y el trasiego del personal, no dejaba hacerlo.
Eran ya las tres y algunos funcionarios comenzaron a cerrar sus ordenadores, acabada ya su jornada. El bullicio fue reduciéndose, hasta que apenas quedaron unos cuantos, aquéllos que tenían una jornada más amplia o habían llegado tarde a trabajar.
El hombre alzó la vista y observó a su compañera sentada en su silla, mirando la pantalla del ordenador. Melena roja, larga, lisa, ojos verdes y profundos. En aquella ocasión vestía de negro: Leggins, camiseta calada de tirantes y sandalias de tacón. Como único adorno, un cordón de seda negro con una concha. "Mi colgante de la suerte, rara vez me lo quito", comentó en una ocasión.
La mujer comía una manzana, dando pequeños bocados y masticando con parsimonia. Él la imaginó en un prado verde, desnuda, cogiendo aquella manzana del árbol prohibido, mirándolo e incitándole a pecar. Tenía unos cuarenta y cinco años pero aún era atractiva y deseable, tanto como aquella manzana roja que mordía con cierta pìcardía, sin apercibirse de que, al hacerlo, estaba incitándole, llamándole, tentándole a comer de la manzana y a comerla a ella también. Por entero, de la cabeza a los pies... Intentó vaciar su mente y centrarse en su trabajo, pero aquel pensamiento había invadido su cabeza.
La mujer se levantó, miró a su compañero, sonrió y salió del despacho. Un par de minutos más tarde, el hombre guardó los cambios en su documento de excel, inspiró hondo, sonrió también y se levantó, cerrando la puerta tras de sí.
Se dirigió al baño de caballeros, miró a ambos lados del pasillo y comprobó que no había nadie. El reloj marcaba las cuatro y apenas quedaba ya nadie en la planta.
Fue abriendo las puertas del baño hasta que llegó a la tercera que estaba cerrada. LLamó y la esta se abrió.
- Me has hecho esperar tres minutos.
- Lo bueno se hace esperar.
La mujer le agarró de la camisa y le introdujo en el cubículo. Estrecho, pequeño, un tanto incómodo. Su rincón.
- Eres un cabronazo.
- Lo sé, así como sé que te gusta que lo sea.
- Un día vas a estirar tanto la cuerda que se va a romper.
- Permite que lo ponga en duda. Nuestra relación es destructiva, ambos lo sabemos, pero también nos tenemos ganas. Eso no va a cambiar y ambos lo sabemos también.
- Eres un prepotente- le mordió la boca- y gilipollas también.
- No soy un prepotente, tan solo te conozco bien.
- Sabiondo. Te odio.
- Ja, sobre todo eso... Calla, deja de hablar, son más de las cuatro y apenas hay tiempo.
El hombre cogió a la mujer del pelo y ella volvió a morderle fuerte. Introdujo su lengua en su boca y le besó con rabia. Él ni se inmutó, aguantando el dolor estoicamente. Le gustaba. Realmente así era aquella relación. De no soltar aunque quisieran. Se tenían ganas desde hacía mucho tiempo. Inevitablemente, dolorosamente. Ella le hacía que todo él doliera cuando tan cerca estaba sin poderla tocar. Sólo cuando sonreía sabía que podría hacerlo. Comer esa manzana, levantarse y llamarlo sin palabras, solo con su sonrisa. Parecía entonces que su cabello volaba y lo atrapaba. Aquella era una atracción constante, como el sonido hipnotizador de un canto de sirena.
Tan cerca estaba de ella que podía oír sus latidos. Ella respiraba entrecortadamente. Parecía necesitar beber de su boca, quitarle el aliento. Su cabello brillaba y olía bien, toda ella olía maravillosamente bien. A vainilla. La mujer entrelazó su cuello con ambos brazos, alborotó su cabello y se apretó a él con seguridad. Su pecho subía y bajaba deprisa, podía sentirlo tan pegada a él como estaba. La giró bruscamente y la puso contra la pared comenzando a morder su oreja con premura. Tan poco tiempo...
- ¡No!-
- Shhhhhh. No grites... ¿No?- preguntó él extrañado.
- Hoy no.
- ¿Y eso?
- Porque no quiero y punto.
- ¿Entonces? ¿Qué quieres?
- Nada. Sólo besarte.
- Y recriminarme, para variar...
- Si te lo mereces, ¿por qué no voy a hacerlo?
Ella seguía de espaldas a él, las manos apoyadas en la pared, jadeando aún y con ganas de comerle la boca y abofetearle, todo a la vez. Se giró, apartándose de su compañero.
- Repito... ¿No lo quieres?
- Quiero dejarte sin respiración.
- Ya estoy sin respiración y además... mira cómo estoy también- cogió la mano de su compañera y la llevó hasta su entrepierna.
- Pues así seguirá.
- Eres mala. ¿Por qué?
- Porque tú también lo eres conmigo- Volvió a morder su boca, introdujo de nuevo su lengua en ella y la movió rítmicamente, haciendo círculos y saboreando su saliva. Se apartó de él y le miró fijamente- Esta es la última vez. Seguiré comiendo manzanas pero ya no saborearás el dulzor que dejaron de mi boca.
- No entiendo- contestó el hombre, sin que por su modo de mirarla ella pudiera intuir qué estaba pasando por su cabeza en esos momentos.
- Estoy harta. La cuerda se rompió. Tu boca me gusta, tu sexo me gusta pero este baño no me gusta y nunca me gustó. Y tú tampoco me gustas. Comeré manzanas para que las saboree otro y tú lo verás porque somos compañeros. Sonreiré a otro que desee más que tú probarlas de mi boca. Y beberé de otro que valore más lo que necesito dar.
- Yo te valoro.
- Y un cuerno. Tú solo valoras mi pelo rojo, mis tetas, los orgasmos que te proporciono. Ni siquiera te has molestado en conocerme. La cuerda se rompió.
La mujer abrió la puerta sin importarle si había alguien más en el baño de caballeros, dejando a su compañero de pie sin saber qué había pasado. "La cuerda se rompió", dijo él en voz alta, después de un par de minutos de reflexión.
Días más tarde la primavera entraba a raudales por los grandes ventanales de la oficina. Ambos tecleaban en sus ordenadores. Ella se había teñido el cabello de castaño claro con ligeros reflejos rubios. Llevaba puesto un vestido ajustado en color verde aguamarina muy favorecedor. Sonreía, llevaba días sonriendo de un modo descarado. No había vuelto a dirigirle la palabra desde su incursión en el baño. Él aún recordaba el olor a manzana roja de su boca. Un compañero apareció en el despacho y saludó. LLevaba una manzana en la mano.
- Me llevo a Ana, Sergio. La secuestro un ratito.
Sergio miró al hombre y sonrió.
- Toda tuya.
- Lo soy, sin lugar a dudas. Rubén me trae manzanas, cosa que tú jamás hiciste. Mmmmm, rojas, mis preferidas.
- Sé lo que te gusta, Ana- comentó Rubén con gesto divertido mientras le daba la manzana a su compañera- por cierto, ¿te he dicho que me gusta cómo te queda este color de pelo?
- Ayer, sin ir más lejos,- Ana sonrió y miró a los ojos a Sergio, desafiante- y más cosas me dijiste mientras me comía una manzana igual de apetecible que esta- Nos vemos Sergio en... digamos media hora. ¿Me cubres?- preguntó retóricamente Ana, levantándose y colocándose el vestido.
- Claro.
- Tú siempre tan amable, Sergio, eres un encanto.
Cerraron la puerta tras de sí, y Sergio volvió a recordar el sabor de su boca. Manzanas rojas, dulces, apetecibles, de otro...