Llegué a él con algo más de siete años y recuerdo que no me costó mucho hacer amigos. Entonces se vivía en la calle, pocas eran las casas que contaban entre sus enseres con un televisor, por lo que aún nuestras mentes se hallaban libres de su perniciosa influencia. Nuestros juegos después de salir del colegio nos ocupaban toda la tarde hasta que al llegar el ocaso, la falta de luz artificial, pues en los arrabales, el ayuntamiento imaginaba que no necesitaríamos farolas, nos hacía buscar la seguridad de nuestras casas y una cena reconfortadora.
Recuerdo nuestros juegos eternos, duraban una vida, cada día era distinto al anterior, cada juego una aventura que no queríamos que terminara jamás, jugábamos a pídola, a churro-mediamanga, al escondite y a mi favorito: el rescate, me sentía un agente secreto cuya misión era salvar al mundo, los malos me acechaban como jaurías y sólo la agilidad de mis piernas me reportaría el éxito en la misión.
Recuerdo aquel extraño día que la conocí, jadeante, acababa de dar el esquinazo a los enemigos que me perseguían, y me senté en el único banco que había en la plaza, bajo la sombra de una acacia, en la otra punta del banco se hallaba sentada una niña de mi edad, a la que no había prestado atención.
- Buenas tardes. –Me saludó.
- Muy buenas. –Repuse algo azorado.
No era nada normal lo que estaba sucediendo, en aquella época, las niñas eran unos seres que deambulaban por las calles, totalmente separadas de los niños, sin tener contacto alguno con ellos, en aulas separadas en los colegios, no solíamos dialogar con ellas y mucho menos hacerlas partícipes de nuestros juegos, la razón de estos hechos, la supimos por nuestras primas, pues al parecer sus padres les prohibían jugar con nosotros, pues los chicos son muy burros y les podíamos hacer daño.
- ¿Cómo te llamas?
- Jose Antonio. -Contesté, poniéndome colorado ante su osadía y la falta de costumbre de hablar con niñas.
- ¿Cuántos años tienes? –Ella insistía machacona.
- ¿Es que no lo ves, debo de tener los mismos que tu?
- Perdóname, no, no lo he visto, es que soy ciega.
Agradecí entonces que ella no pudiera verme, pues me puse colorado hasta la raíz del pelo, mi cara hacía juego con los jerséis del Dúo Dinámico, que por entonces hacían furor y tanto encandilaban a mis tías solteras.
- Perdona, no me había dado cuenta.
- No te preocupes, estás perdonado, -Dijo risueña.
Y sonrió de una manera que yo nunca había visto en mi vida, una risa franca, cantarina, en una boca de labios sonrosados y dientes muy blancos. A mi edad, por supuesto no sabía lo que era el amor, pero me agradó sobremanera, me hizo abandonar toda mi reticencia a hablar con ella, por lo que me lancé a contarle que me hallaba descansando de la mayor batalla que en el barrio jamás hubiera disputado. Ella me habló de su tremendo viaje de exploración a través de selvas ignotas, hasta que al fin, después de muchas vicisitudes, había llegado desde su casa, hasta el banco de la plaza.
No se como, pero charlando tan amenamente, se pasó la tarde volando, en mi guerra particular, seguro que me habrían dado por desaparecido, por lo que estaría eliminado del juego y la verdad, es que no me importó, ella me pidió que la acompañara a la puerta de su casa, pues sus negros porteadores, ante la vista de un león, la habían abandonado, llevándose sus pertenencias. La acompañé poniéndome a su lado, pero lo suficientemente alejado para que ningún amigo mío que nos viera, pudiera decir de nosotros que éramos novios y así verme convertido en la rechifla de la pandilla.
En la puerta de su casa nos despedimos.
- ¿Te veré mañana?
- Si quieres…
- Pues a la misma hora entonces.
Y así nos despedimos. Me dirigí a toda prisa al punto de reunión de mi pandilla, para conocer el resultado de la guerra de hoy. Allí me recibieron con quejas sobre mi deserción, yo les contesté que mi madre me había visto por la calle y me había obligado a hacer un par de recados.
Nos disgregamos cada uno en dirección a su casa y agarré a Manolín de la manga, pues sabía que vivía en el mismo portal que la niña ciega.
- Oye Manolín, ¿en tu portal vive una niña ciega?
- ¿Mariló?
- No sé, una niña ciega de nuestra edad.
- Si, se llamaba Mariló.
- ¿Cómo que se llamaba, es que ya no se llama así?
- No idiota, es que murió.
- ¿Murió?
- Si jilipichi, murió hace un año, tu todavía no vivías en el barrio, al parecer tenía un tumor en la cabeza, primero la provocó la ceguera y pocos meses después murió. ¿Por qué lo preguntas?
- No, por nada, es que me hablaron de ella. –Tuve que inventar deprisa y corriendo, no quería que me tomara por loco.
Toda esta conversación me conturbó sobremanera, yo sabía lo que había visto, pero creí a pies juntillas lo que me dijo Manolín, esa misma tarde nos habíamos confesado en la capilla del colegio y habría caído en pecado mortal si me hubiera contado una trola, además Manolín no era de los que eran capaces de inventar tamaña barbaridad. Al llegar a casa mi madre me notó mi estado, me hizo beber agua con azúcar y una copita de quina, al parecer, entonces era la panacea contra todo tipo de síntomas de que alguna enfermedad pudiera empezar a estar incubando.
Al día siguiente, a la salida del colegio, evité encontrarme con mis amigos y salí disparado hacia la plaza, un par de ancianos ocupaban el banco de nuestra cita, yo tenía la secreta esperanza que ella viniera a la cita y que Manolín me hubiera gastado una jugarreta, pero las horas pasaron y ella no volvió.
Varios días seguí con la rutina de pasar por la plaza y echar una mirada triste al banco donde nos sentamos aquel día, pero nunca se presentó a nuestra cita, poco a poco la fui borrando de mi memoria, hasta el punto de sentarme en el banco muchas veces sin acordarme de ella.
Hoy, después de tantos años, al volver aquí, no se por qué, pero estoy en la plaza, delante del banco donde la conocí, o eso creo, pues después de tantos años, ya no sé que pensar de aquella experiencia que a nadie referí jamás.
Pero siempre, siempre recordaré aquella sonrisa tan luminosa que me regaló.