Eran las cinco cuando salía la Marquesa. Todos los días. Como un reloj. La sacaba su dueña. Una mujer menuda, sonriente y muy metódica. Cada mañana se levantaba a las 6:55. Se duchaba, se vestía, desayunaba un té con leche semidesnatada y dos galletas integrales. A las 7:35 cerraba la puerta del ascensor, que era manual y de maderas nobles, como en todos los edificios de rancio abolengo que se encuentran en las áreas acaudaladas de las grandes ciudades. Tardaba entre 15 y 20 minutos en llegar a la oficina, dependiendo del tráfico y de la suerte que tuviera con el 21. El día que más tarde había llegado a trabajar, retrasada por culpa de una gran nevada, el display de su pantalla marcaba las 7:58 al encender su ordenador.
Trabajaba hasta las 16.30. Cargaba datos en tablas y sacaba estadísticas contrastables. Solo hacía una pausa de media hora a la una en punto para calentar su tartera y almorzar en el office repasando el periódico. Su labor, puro orden y detalle, le apasionaba. Pese a ello, procuraba no excederse. No era partidaria de los excesos en ningún caso. En este tampoco. Llegaba a casa, un modesto piso en una finca señorial del barrio de Salamanca, poco antes de las cinco. Dejaba su bolso, pasaba por el baño –no se sentía cómoda aliviando su intestino en retrete ajeno-, se retocaba el maquillaje, se perfumaba de nuevo y después salía con Marquesa, un cruce de caniche y chucho, para que ella también pudiera cubrir sus necesidades fisiológicas. Justo a las cinco.
Él lo sabía. Conocía su rígida rutina. Llevaba semanas observándola. Recorriendo paso a paso sus escenarios frecuentes, y había desarrollado una paciencia ansiosa para esperarla en el lugar preciso, en el momento oportuno. Los nervios le estrangulaban el estómago los minutos previos al encuentro... pero ella siempre aparecía.
Cada día, elegía una ubicación en la que poder esperarla. Unas veces, se quedaba parado en la esquina de su calle, para observar como se desviaba por la perpendicular; otras, en el kiosko donde había detectado que invariablemente compraba El Mundo en su camino hacia la parada del autobús. Se quedaba muy quieto, aguantando la respiración y la veía acercarse para alejarse justo después, dejando su halo impregnado en el ambiente.
Un martes, en un alarde de osadía insólito en él se sentó en el banco donde ella se fumaba cada tarde su único cigarrillo diario, mientras la Marquesa corría a su aire por el parque. El corazón le latía con tal agitación que le preocupaba que ella pudiese oir ese improvisado solo de batería que resonaba en su pecho. Estaban muy cerca. Casi podía rozar su chaqueta de ante, su falda de lana fina, su pañuelo de seda natural... Por fin pudo deleitarse con ese perfume cítrico disfrazado de humo, disfrutó de su proximidad como nunca antes lo había hecho y escuchó su voz por primera vez.
“¡Marquesa!”- gritó, llamando a la perra, con un tono agudo y afilado que le heló la sangre.
No podía ser. ¿Así hablaba esa mujer? ¿¿"su" mujer?? Ese registro sonoro le sacó de su ensimismamiento febril: qué voz más chabacana, pensó. El acento barriobajero, el timbre descontrolado de quién no ha sabido educar sus cuerdas vocales. Nunca había escuchado algo tan exento de categoría, tan fuera de lugar para la zona exclusiva en la que se encontraban. Sin duda, la señorita era una impostora, con esos aires refinados que ahora se tornaban fingidos a sus ojos, una vez que sus oídos le habían sacado del error. Sin glamour. Sin clase. Sin pedigrí. Como la falsa Marquesa.