Revista Literatura

Martes trece

Publicado el 13 marzo 2012 por Netomancia @netomancia
Contó las monedas de a una, con la parsimonia propia del que apenas sabe leer, pero con el ímpetu del que ha estado un día sin comer. Tomó el puñado contento, al tiempo que guardó la gorra dentro del pantalón, que de lo roto que estaba parecía una bermuda.
Podía correr hasta el kiosco de Pascual, donde siempre conseguía una rebaja o darse un gusto e ir del otro de la avenida, a la panadería. Le gustaban mucho las facturas que hacían allí, pero eran caras. Sin embargo, había juntado bastante.
Dudó apenas dos segundos. Cuando el semáforo se puso en rojo, sus piernas flacas corrieron hacia la vereda de enfrente. Los ojos le brillaban con entusiasmo y sus bracitos se agitaban en el aire, producto de la algarabía que emanaba en simultáneo de su corazón y de su estómago.
La entrada estaba en la esquina. El local comercial era de los más antiguos de la zona y se caracterizaba por la puerta giratoria que reemplazaba la puerta tradicional que se podía ver en los demás comercios.
El niño llegó a toda velocidad en el mismo momento que una señora de avanzada edad salía de la panadería. Fue inevitable el choque. La mujer se desarmó en el aire y se desplomó hacia un costado. El chico rebotó y cayó de culo sobre la vereda. Las monedas que atenazaba entre sus dedos se esparcieron por el aire, como si de pronto cobraran vida y se transformaran en pequeñas mariposas de metal.
Los ojitos del niño fueron solo para su tesoro, olvidándose por completo de la anciana. Apenas si pudo seguir con la mirada el vuelo de dos monedas. Escuchó el sonido de algunas otras, pero se arrojó con prisa sobre las que había observado. El gentío que iba de un lado a otro no era de mucha ayuda. Pudo ver como alguien pateaba una moneda de un peso, que desapareció debajo de los coches estacionados sobre la calle.
Detrás de su cuerpito frágil, la mujer con la ayuda de un joven, logró ponerse de pie. Estaba de mal humor y le dolía la cadera. Ya con el bolso de compras recobrado y en su poder, avanzó sobre el niño, que seguía de cuclillas buscando algo que para ella era ajeno y desconocido.
No fue sutil ni comprensiva, no tenía razón para serlo. La habían hecho caer. Golpeó la cabeza del pequeño con el bolso, haciendo que las pocas monedas que había recuperado, volvieran a escaparse de sus manos.
Sorprendido, el chico se puso de pie y giró sobre sus talones. Quedaron cara a cara, magullados en el orgullo, enfadados sin razón. El niño la escupió, sin más. Y salió corriendo, dejando atrás a la anciana y el dinero recolectado a lo largo del día. La mujer se quedó petrificada, bufando en voz baja. Segundos después se alejó calle arriba, rezongando para sus adentros.
El niño volvió más tarde, pero ya no encontró ningún vestigio de su tesoro. Se había perdido todo en aquel naufragio citadino. Miró con recelo la vidriera de la panadería y casi dejó escapar una lágrima al apreciar las bandejas de facturas.
Dos mujeres que pasaban a su lado comentaban en voz alta:
- Ay si, lo que hoy es martes trece, dejé todo para mañana.
- Hiciste bien Gladys, nunca sale nada bien cuando es martes trece.
Las vio alejarse, en la misma dirección que se había ido la anciana. Pensó en lo que habían dicho, en la fecha. Y entonces lo supo. Sus días siempre eran martes trece.
En algún lugar, cuadra más, cuadra menos, la anciana seguía rezongando sobre la juventud y la mala educación. Y pensaba "cuánto más grande uno, más difícil es sobrevivir en este mundo".
El niño se refugió en su esquina, debajo del cartón que le propiciaba un poco de reparo. Soñaba con sus monedas y pensaba "cuánto más chico, más difícil es sobrevivir en este mundo".

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