Revista Literatura

Martina y yo

Publicado el 21 enero 2016 por Mmechi
Yo tenía el problema este que odiaba la siesta. Dicen que es por el calor. Lo cierto es que todo parece morirse un poco a la siesta. Te obligaban a apagarte incluso y aunque -y sobre todo- si no tenías ganas. Yo me quedaba mirando un rato el techo, contando siempre los cuadraditos que se formaban con las vigas de madera. Y no siempre, pero sí muchas veces podía ver a Martina, una araña con unas patas larguísimas que, a la siesta, cuando creía que todos se apagaban, salía. A veces mi tía la descubría y le volaba con la escoba lo que en tantas siestas -y noches- construía con una paciencia que solo los bichos tienen. Con el tiempo descubrí que la siesta, después de unas horas, podía ser una oportunidad. Una oportunidad para aprovechar que todos se apagaban un rato y hacer las cosas que tuviera ganas, como Martina. Como a Martina, a veces también me descubrían. Pero urdía otras maneras para pasar desapercibida, para armar mi telita de intimidad entre tanta cosa compartida, para conocer qué es un secreto, para tejerlo. No por esconder, todo lo contrario, para tener, eso mío, cuando la siesta apagaba lo que contenía al mundo y me daba ese tiempo para armar el mío. Cuando la siesta me dio sueño sentí mucha bronca. Desde chico uno desarrolla estos odios que, de grande, en vez de revertirlos, cualquiera los reproduce con nostalgia inyectada. ¿Para qué retornar hacia delante? A mí de chica no me gustaba ser chica y siempre me voy a acordar de eso. Hasta hoy que me resisto a la siesta, aunque e incluso -y sobre todo- si me da sueño. Porque yo no jugaba: ensayaba mil formas de encajar la mirada, de desarrollar un marco, de reconocerme en una cara. Me pintaba los cachetes, cantaba con convicción, hablaba por teléfono con un tono, caminaba con música para ser parte de una película, tenía una empresa de masajes por dos pesos y hacía factura B. Quería entrar al mundo cuando la siesta corría a los otros. En ese paisaje apocalíptico, de muertos vivos, yo me sentaba un ratito en cada silla, como Risitos de Oro, como Martina. Después, con el tiempo, todo se sincroniza con lo que uno ve, la mente se separa del cuerpo y de vez en cuando, como un eclipse, uno hace lo que quiere o ama lo que hace, en un ratito, porque sí. Porque hace bien. Con el apuro del fondo del agua. Con el sueño de la siesta. 

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