Revista Literatura

Martínez

Publicado el 08 septiembre 2010 por Tiburciosamsa

Desde siempre Dios le había parecido un tío grande. Eso de sacarse de la manga todo el universo en siete días le parecía magnífico. En clase de religión siempre le pedía al profesor que les volviera a leer esa parte del Génesis; era como con los prestidigitadores en las fiestas de cumpleaños, que siempre les pedía que le repitieran el truco del conejo y la chistera. Dios tenía que ser un invitado genial para un cumpleaños.

Lo único que le alejaba de Dios era el nombre. Lo veía como muy abstracto. Le pasaba como con la palabra “mesa”. Oía “mesa” y pensaba en un tablero sostenido por cuatro patas. Nada más. Para que la palabra le dijera algo, tenía que matizarla. Decía “la mesa de mi cuarto” y entonces visualizaba una mesa blanca con una pegatina de Mickey Mouse en uno de los costados, en la que se sentaba con su madre por las tardes a hacer los deberes.

Oía “Dios” y pensaba en una nube o en una luz muy fuerte. No podía relacionar esa palabra con el amable anciano que velaba por sus sueños todas las noches desde lo alto o con el tío grande que había creado todas las cosas de la nada, aunque alguna, como el matón de Peláez, se las podía haber ahorrado.

No supo bien cuándo empezó a llamar a Dios “Martínez”. Era un nombre con el que se sentía cómodo y además le parecía un nombre muy adecuado para Dios. Dios está en todas partes y los Martínez también parecían estar en todas partes. Su pediatra se llamaba Martínez y también uno de los amigos de sus padres y estaban el panadero de la esquina y uno de los delanteros del Real Madrid. Hasta el jefe de su padre era Martínez, aunque su padre soliese referirse a él como “ese cabronazo”, cuando creía que él no escuchaba.

Le hubiera gustado contarle a todo el mundo que Dios en realidad se llamaba Martínez, pero temía que se rieran de él. Hizo una vez un amago de decirlo en clase de religión. “¿Y si Dios se llamase de otra manera?”.

- Yahvé quieres decir, ¿no?- replicó el cura, no muy seguro de por dónde iban a ir los tiros. Prefería las preguntas sencillitas del tipo de qué son los actos impuros o porqué Dios no puso una alambrada en torno al Árbol del Bien y del Mal, en previsión de que Adán y Eva le desobedecerían, que si lo sabe todo, tenía que haber sabido eso también.

“Sí, eso…” intuyó que el cura no querría ni oír hablar de cambiarle el nombre a Dios. Para llamarle “Yahvé”, mejor se quedaba con “Dios”, que era más fácil de pronunciar.

Pensar que era el único que conocía el verdadero nombre de Dios, le causaba cierta emoción. Era como si estuviese un poco más cerca de él. Y no era sólo la sensación; era una realidad. Cada vez que le rezaba y le pedía: “Martínez, ¿no podrías hacer esto por mí?”, Martínez respondía.

Eso sí, Martínez podía ser muy suyo en la manera en la que respondía a sus peticiones. La petición de que sus padres le llevaran a la sierra y le pagaran clases de esquí, podía convertirse en una tarde patinando en la pista del polideportivo. La petición de que Martínez lanzara un rayo a Peláez y le hiciera pedacitos, se traducía en que a Peláez le daban anginas y pasaba dos días sin ir al colegio. Sí, no era lo mismo que había pedido, pero Martínez tenía sus maneras de hacer las cosas, como bien pudieron comprobar Noé, la mujer de Lot y tantos otros.

Fue en la adolescencia que dejó de hablar con Martínez. Sus amigos ya no iban a Misa y habían llegado a la conclusión de que Dios era un rollo. No se tratara de que existiera o dejara de existir, sino que era un tema que les resultaba indiferente. No estaban como para que nadie viniera y les dijera que Dios se llamaba Martínez y te concedía a su manera las cosas que le pedías.

Pasaron los años. Fue a la universidad. Fumó porros, bebió cerveza y aprobó cursos. Se ennovió. Se desennovió. Se volvió a ennoviar. Se matriculó. Se colocó. Se comprometió. Se casó.

Algo curioso que pasó en esos años es que de repente los Martínez dejaron de aparecer en su vida. Era como si Martínez se hubiera mosqueado y le hubiera dicho: “No quieres saber nada de mí, ¿eh? Pues ya no te ajunto”. Su vida se había quedado huérfana de Martínez, pero prefería eso a que le miraran como al tío raro que hablaba con un Dios llamado Martínez.

Y una mañana al filo de los 30 sintió que las cosas no iban. La empresa que había creado no terminaba de arrancar. Su mujer seguía sin quedarse embarazada. Los números rojos de las tarjetas de crédito iban creciendo… Esa mañana, mientras se duchaba, llamó a Martínez. “Mira, sé que te he tenido olvidado estos años y que he sido un malqueda. Dirás que sólo me acuerdo de Ti ahora porque lo estoy pasando mal y es cierto. Pero tú lo perdonas todo, ¿verdad? Bueno, a los de Sodoma y Gomorra, no, pero es que se habían pasado varios pueblos. En fin, que te necesito como cuando era pequeño y me ayudabas.”

Salió de la ducha sintiéndose reconfortado. Se vistió diciéndose que ése iba a ser un buen día.

Entró en el salón y se encontró a su mujer con un gesto de extrañeza.

- Mientras te estabas duchando, recibiste una llamada un poco rara. Era un tipo con una voz muy profunda. Dijo que se llamaba Martínez, que tú ya sabes quién es y que le vuelvas a llamar.


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