Era una oscura noche de celebración. La gente invadía las calles envuelta en humo y ebriedad, el pueblo entero excepto una familia que lucía de luto. La negrura se apoderaba de aquellos padres que encontraron inerte el cuerpo de su adolescente primogénita, las lágrimas se derramaban incesantes en el salón de aquel hogar que aquella noche permanecía triste. El ritmo del sonar de la campana era frenético.
La celebración rozaba el culmen mientras los gritos se ahogaban en el camposanto. Nadie los oía, nadie escuchaba aquella voz angustiada que vociferaba entre lágrimas y sollozos. En el salón el padre encendió una vela que posó entre varias fotografías de su hija recién fallecida, la madre le acompañaba con una rosa roja en la mano. De pronto el espejo que tras el improvisado altar se encontraba se partió en cientos de pedazos que arroparon el suelo. La campana dejó de sonar, se partió la cuerda que bajo tierra se dirigía.
Un cuervo que seguía sobrevolando la necrópolis escogió la tumba sobre la cual reposaría aquella noche. En ella había un nombre inscrito: Mary.
Durante horas se escuchó el roer de las uñas bajo la tierra, hasta la llegar la alborada cuando el silencio retomó el reinado en la tierra del reposo de los muertos. Los latidos apaciguaron poco a poco, respirar se tornaba imposible a dos metros bajo tierra y, al expirar, un suspiro llegó a los oídos del cuervo.
Jamás los espejos volvieron a ser los mismos, la sangre de Mary se derramó a través de los reflejos.
Víktor Valles