John Lovett
La ciudad cambia, gira, se contorsiona. Las baldosas de las veredas se aflojan invitando a salpicar a los transeúntes con el agua que recién derramaron para lavarlas. Otros, juntan las hojas del otoño y las encarcelan en grandes bolsas de consorcio, condenándolas a una futura hoguera. Brujas!
El karma de la cola fuera de cualquier entidad pública o privada que se precie de importante. La inútil espera, pero como hay que justificar de alguna manera en qué se gasta el tiempo, insisten en ir a estos lugares veinte minutos antes del horario de atención.
Elsa es jubilada. Se levantó hace horas, y está parada fuera del mercado. Faltan quince minutos más para que abra sus puertas. Ella espera mientras hace del día un estropajo con sus pensamientos premonitoriamente negativos. Sostiene una cartera con ambas manos y con su mirada recelosa escrudiña una a una a las personas que esperan junto a ella.
Hoy miércoles la verdulería pregona un veinte por ciento de descuento, con lo cual los zapallitos verdes bajaron a la módica suma de seis pesos el kilo, una ganga. Posiblemente la mejor noticia del día para Elsa, considerando que la ciudad es una jungla hostil, y el mercado no es más que una fiera a la que es necesario amaestrar diariamente como una cuestión de mera supervivencia.
Le abona la mercadería a la cajera sin mirarla, desenrollando billetes que saca del fondo del bolsillo interior de la campera. Vuelve a la calle.
Un hombre que acaba de estacionar su vehículo, le silba a la empleada del municipio que vende boletas de estacionamiento en la calle. El gesto no tiene un plan de galanteo, sino que es una orden imperiosa para que ella cruce la calle y le provea de la boleta. Si ella sintió fastidio o tuvo alguna identificación con un can, nunca lo demostró.
Mientras esta y otras cuestiones discurren, Elsa sigue matando lo que queda de la mañana. Camina llevando sus pies cansados de acera en acera hasta que llega a su próximo punto de espera: la farmacia. Las banquetas todas ocupadas y el número en turno para los afiliados a la obra social de los jubilados está unas nueve cabezas por detrás de su número.
Se queja, comenta los avatares de las ofertas y se pone al día de los hurtos nocturnos y necrológicas con sus colegas de la vejez.
Su turno. Carnet. Receta obra social, chequeo de datos en el sistema, extracción de troquelados, validación on-line, cinco cajas de medicamentos. De postre control de presión arterial, elevada por cierto por culpa del mundo y la polución ambiental.
A la salida se topa con una obra en construcción, y para evitar el extremo peligro que supone bajar el cordón de la vereda y caminar por el borde de ésta, es que acorta distancias invadiendo territorio.
En la vereda, el plan de los obreros es colocar cerámicos, y en ese brete estaban cuando Elsa tropieza con el piolín que hace de nivel. De ahí en más rodilla estrellada contra la carpeta de cemento, un rosario de cometas que se estrellan y maldiciones.
John Lovett
Ese es uno de esos momentos en donde el tiempo se detiene, y la cámara lenta se enciende. Responsabilidad civil contra terceros. Eso es lo que pidió Elsa ni bien la ayudaron a levantarse: responsable de la obra: propietario, constructor, arquitecto y a cualquier otra persona que se le hubiera ocurrido construir una vereda en ese exacto lugar en donde el destino le tenía preparada una caída.
Juan apareció en medio de la hecatombe. Se presentó como cabeza responsable, escuchó todos los salmos que recitó Elsa, mientras pitaba fervorosamente un cigarrillo. Al final de la perorata le dio su número de teléfono y la promesa fiel de “hacerse cargo”. Palabras mágicas por excelencia.
Luego, entre todos le ofrecieron mate, inmunidad, cigarrillos, una silla, una ambulancia, llevarla al médico, y hasta una sublingual de esas que te calman los patos. Pero, no quiso nada, y levantando en alto su cabeza se dirigió a su domicilio, dejando la promesa de comunicarse.
Elsa no se dio por viva hasta no bien entrada la tarde, cuando haciendo gala de la situación de la que había sido víctima, llama por teléfono a Juan a los efectos de anoticiarle que la aventura por la vereda en construcción ascendía a unos quinientos pesos, sin tomar nota del taxi, y de los posibles daños colaterales que toda la situación proveería en el futuro.
Juan, diligente, fue a la casa de Elsa con la bandera blanca en alto y la billetera abierta, predispuesto abiertamente a zanjar la cuestión.
Los billetes volaron de una mano a otra en el zaguán, y ante el pedido de un comprobante que certifique tal despliegue de metal, ella reticentemente le entregó el ticket.
Juan huyó de la escena, apurado por prender el cigarrillo número veinte de la jornada. Pensó en daños menores y en que el sol de otoño suele bendecir a los laburantes.
Eso hasta que entre mate y mate, chupando la bombilla metálica en su casa, inspecciona el boleto de compra de la farmacia.
Estaba muy claro: obra social quinientos pesos, afiliado cero pesos. Ay Elsa!
Al fin del día la ciudad sigue cambiando y girando, hace leves contorsiones en donde los sospechados terminan siendo sospechosos, y algunos toman ventaja al tiempo, timan al destino y guardan sus máscaras enrolladas en el fondo del bolsillo de la campera.