Alargo la mano al estante y cojo un volumen azul. Es «La hierba roja» de Vian, lleva el número 19 de la colección que forma parte. La tipografía es obsoleta pero agradable a la vista, el azul es un pálido tono pastel. Las hojas están amarillas, envejecidas; el tamaño de los tipos me parece pequeño treinta años después, los recordaba mayores. Dentro encuentro un extraño marcapáginas marrón, de alguna fibra vegetal que no distingo y que seguramente haría furor en aquellos años de tardo-hipismo. El adminículo está previsiblemente pintado a mano. No recuerdo porque está en ese libro, normalmente no me valgo de esos accesorios: doblo el vértice de las hojas o pongo el volumen bocabajo apoyado sobre las páginas por donde me ando con la lectura. Soy poco bibliófilo —nada fetichista por lo general— aunque no enciendo el fuego con ellos. La novela solo la he leído una vez. Creo que arreglan una trilladora, o segadora y se desplazan en vespa. Tal vez la máquina que arreglan no sea eso; me da pereza mirarlo a pesar de tener el libro entre las manos. Estoy completamente seguro de que en Novecento si aparece una trilladora. En un pueblo cercano el entonces alcalde, hoy figura descollante de la política nacional, a uno de sus hijos le puso como al protagonista de la película de Bertolucci: Olmo. Y al otro Tilo. Pero tal vez sea mentira. Lo que si es plausible es que todo —digamos casi todo, no sea que nos tachen de exaltados— esconde algo en el interior. Como las recurrentes matriuskas.
—Oiga, que yo no he dicho eso.
—Pues ya me dirá usted quien.
Hablando de huevos de pascua se me viene a la cabeza Jacobo, agricultor de los pies a la cabeza. Lo conocí ya son sesenta años, pertenecía a una familia de las de gavillera alta, calvo, se cubría la testa con una gorra de tela. Vivía en una casa céntrica y grande, tenía las viñas en el mejor sitio del pueblo y un tractor como una máquina del tren. Era alto, formal e intransigente; famoso por tener los majuelos como jardines. Ahorrador compulsivo: quien tiene es porque no gasta. Una vez en su calle, el hijo al hacer la maniobra de guardar el coche se entretuvo hablando con un amigo que pasaba, un par de minutos, no más, nuestro amigo se puso a escandalizar en medio de la rúa:
—Pasa el coche de una vez, que gasta gasolina.
Haciendo que hijo dejase de hablar y guardase el auto en menos que se persigna un cura loco.
—Eso lo vi yo con estos ojos que se ha de comer la tierra.
—No diga usted tonterías.
Jacobo, tan formal y viñero, tan curioso como recto, resulta que guardaba una sorpresa en el interior. A la anochecida echaba mano de la bicicleta y se iba por los atrases buscando los lugares a donde los enamorados iban en los autos a calmar su amor. Aprovechando las sombras de la noche observaba las evoluciones amatorias de las desprevenidas parejas. Como digo, a la que escarbas aparece de todo.
—¿Y no se llevó un soplamocos?
—Sí. Más de uno.
P.S.
Rochester’s Farewell (If)