Revista Talentos

Me llamo alicia y ni yo mismo lo entiendo

Publicado el 05 mayo 2017 por Aidadelpozo

Ni yo mismo lo entiendo, así que comprendo que mis padres no lo hicieran, que no lo hiciese el resto de mi familia, ni los profesores que tuve, ni algunos de quienes se decían mis amigos.

Me llamo Alicia, nací mujer y como mujer me bautizaron. Es razonable poner un nombre de acuerdo con el sexo con el que nacemos, hasta ahí no puedo objetar nada... Me vestían de rosa, me ponían vestidos, me compraban muñecas. Lo de las muñecas no lo entiendo, pues considero que esta sociedad es sexista en cuanto divide en muñecas o balones, cocinitas o espadas, disfraces de princesa o de héroes de la Marvel. Una división que marca roles que deberían estar superados si queremos seguir avanzando. En fin, mi lucha continúa y nunca cesará pues pasé por los vestidos y por el color rosa, pero no tragué con las barbies.

Mis padres, que tienen otra hija, pronto descubrieron que yo era diferente. Me comparaban con Rocío, mi hermana pequeña, que era normal. Le encantaba llevar coletas, los vestidos de florecitas, las muñecas peponas, coleccionar cromos de las Monsters Higth, las cocinitas... Era una niña en toda regla. Yo nunca llevé coletas y siempre pedía que me cortasen el pelo como a los chicos, llegaba a casa con los vestidos rotos adrede, con las muñecas descabezadas y me desollaba las rodillas dando patadas al balón con los niños de mi clase. Alicia no era normal.

Con quince años me pillaron besándome y metiendo mano a una amiga en el parque. Se llamaba Natalia y era la chica más guapa del instituto. Vestía como cualquier chica de su edad, llevaba el pelo largo y camisetas ajustadas que dejaba entrever unos senos de infarto. Por aquel entonces yo ya usaba gorras, pantalones caídos y anchos, camisetas de chico y hasta gestos y ademanes eran los de un chico. Mis amigos más íntimos, los de verdad, a los que les traía al fresco si yo era Alicia o era Carlos, como me hacía llamar cuando estaba fuera de mi casa, sabían que estaba loco por los huesos de Natalia. Mis padres, no. Cuando me vieron por casualidad, mientras paseaban con unos amigos, el mundo se les vino encima. Mi padre me cogió del cuello y me estampó contra el suelo. Natalia comenzó a llorar y mi madre a insultarla. Lo más suave que salió de su boca fue malnacida. Aquel día decidí echarle güevos, los que la naturaleza, se había negado a darme cuando nací. Me levanté del suelo y planté cara a mis padres. Les dije que no era Alicia, que me llamaba Carlos, que así me veía y que así debía haber sido desde que vine a este mundo. Mi madre se puso histérica y comenzó a llorar, sus amigos desaparecieron como por arte de magia, huyendo del escándalo y mi padre gritó que cogiera mis cosas y me largase de casa. Así hice y nunca regresé. Tampoco volví a besar a Natalia. Me esquivaba en el instituto, en el parque, en el barrio... Jamás volvimos a estar juntos.

Me acogieron en su casa los padres de mi mejor amiga, Lucia. Lo éramos desde la guardería y lo seguimos siendo en el colegio y en el instituto. Siempre la vi como a una hermana y, cuando me hallé solo en la calle con tan solo un par de maletas donde había guardado toda mi vida, me tendió su mano. Lo hizo también el resto de su familia, personas con una mentalidad más abierta que la de mis padres. Ellos fueron los primeros adultos que me llamaron Carlos.

Los padres de Lucía tenían una buena posición económica y nunca hablaron con los míos respecto a lo sucedido. Estoy convencido de que mis padres respiraron aliviados cuando desaparecí de su vida y pasaron el mochuelo a mi nueva familia.

Sus padres me mantuvieron, pagaron mi universidad y me trataron como a un hijo. El tiempo pasó y Lucía y yo nos licenciamos. Yo en psicología y ella en veterinaria, como su padre. Empezó a trabajar en la clínica de su familia y yo me busqué la vida, hasta que conseguí trabajo como becario en una consulta. Apenas cobraba para costearme el transporte y mis gastos y me sentía dependiente de la que consideré mi familia desde que perdí a la mía. Estaba un tanto frustrado ya que, mientras Lucía ganaba un sueldo decente, yo vivía aún de mis padres adoptivos.

Pero nada es para siempre y la suerte cambia un día. Un local cercano a nuestra casa, una pequeña reforma y un empujón. Mi familia creyó en mí y me prestaron parte de sus ahorros para que montara mi propia consulta. Aquel año di dos pasos importantes en mi vida, ser económicamente independiente y comenzar a hormonarme. Por suerte para mí y desgracia para otros, la gente tiene muchos problemas. Devolví el dinero en un año.

El tiempo pasó y Lucía decidió que ya estaba bien de vivir en casa de sus padres, así que alquiló un piso cerca de la consulta veterinaria y me pidió que me fuese con ella. Yo había cambiado de aspecto físico notoriamente, tenía nuez y a la vista de cualquiera, era un hombre. Lucía decía que era un tipo muy guapo y yo aceptaba sus palabras porque la imagen que me devolvía el espejo así lo mostraba también.

Me acompañó a la clínica cuando me extirparon los senos y me cuidó durante la convalecencia. Mi voz había cambiado y mi apariencia era masculina, salvo en una cosa. Un día, mientras me duchaba, Lucía entró en el baño y me vio. Jamás hasta entonces me había visto desnudo. Salvo un par de chicas con las que salí, no me había mostrado así a nadie. Temí que mi cuerpo le produjese rechazo y estuve a punto de llorar. Sin embargo, cuando me atreví a mirar a Lucía a los ojos, no hallé nada malo en ellos, sino todo lo contrario. Me vio a mí, a Carlos, me vio lo que llevaba dentro, nada más. Fue la primera vez que nos besamos.

Hace más de dos años que vivimos juntos y nos amamos. Compartimos el sofá, la cama, la manta, los sueños, la vida entera. Lo compartimos todo, aunque todavía queda mucho camino por recorrer y ambos lo sabemos.

Los padres de Lucía me quieren como a un hijo, el que siempre fui para ellos. No hubo malas caras, ni preguntas, ni reproches. Soy un tipo afortunado porque mi vida, con excepción de mis primeros dieciséis años, ha sido un camino de rosas, comparado con el que viven muchas de las personas que han nacido en un cuerpo diferente al que les corresponde. Llevo mucho recorrido, aunque me queda aún mucho por andar. Y, a pesar de que el sendero es largo, tengo una suerte inmensa. Lucía me ama y mi familia, también.

Hoy he hecho el amor con este cuerpo por última vez. He saboreado el suyo y me he deleitado con su piel. He besado sus senos, su piel, su cuello, le he susurrado al oído lo hermosa que es, la he oído gemir y ella me ha arrancado un maravilloso orgasmo. Estoy nervioso. Aunque en mi DNI reza CARLOS GIL, parte de la Alicia que fui, queda aún en mí y hoy es el día en que nos diremos adiós para siempre.

Lucía me ayuda a meter las cosas en mi bolsa. Le he dado un beso, dos, tres y ha acabado encima de la mesa del comedor, con mi lengua lamiendo su sexo y ella gimiendo de placer. Pese a que ha llegado al clímax, se ha quejado de que abajo aguardan nuestros padres y que les estamos haciendo esperar. Nos llevan a la clínica. Cerraré los ojos y despertaré con un cuerpo diferente. Muchas horas me aguardan en el quirófano, pero soy feliz.

Estoy listo. A mi lado, Lucía sonríe y me coge la mano. Mis padres me dan un beso de despedida y mi madre me acaricia la cara. "Hasta dentro de muy poco, hijo" dice mi padre. Ha llegado el momento. Hoy luce el sol en Madrid.

ME LLAMO ALICIA Y NI YO MISMO LO ENTIENDO

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