Podría pensarse que la creación de mundos utópicos surge de la constatación de que el nuestro es una mierda. El problema es que, si eso fuera así, ¿a qué respondería la literatura distópica, mucho más fértil que su antónima? Porque mientras tras 30 siglos de historia de la literatura no tenemos más utopías que la de Moro, La república de Platón y prácticamente para de contar, el siglo XX, por su parte, está plagadito de ficciones sobre mundos de pesadilla. ¿Se debe esto quizás a un afán de profetizar y advertir del desastre, o más bien a un optimismo resignado y recalcitrante que quiere convencernos de que, por muy mal que estemos, podríamos estar aún peor?
Veintipocos años, apenas un suspiro, median entre el descubrimiento de América y la publicación de Utopía. Con una inmensa tierra virgen por explorar y conquistar, con unos pueblos ignotos, y con una humanidad metida de lleno en una época de descubrimientos, la tentación de imaginar otra sociedad, regida por sus propias leyes y que habita un mundo organizado según parámetros racionales (por muy absurdos que algunos de ellos parezcan a primera vista), la tentación, decimos, debía de ser tan irresistible como la que, en la época de la exploración espacial, sintieron los escritores de ciencia ficción. Moro, como vamos a ver, tenía mucho de precursor.
Cuando se publicó Utopía, en 1515, el mundo ya había recorrido mucho trecho y Tomás Moro se acercaba a los 40 años. Cuesta creer, por lo tanto, que nuestro autor se pudiera engañar acerca de la naturaleza humana. Por ello, a diferencia de La república, que sí era, simplificando horrores, un tratado sobre el mejor modo de gobernar, Utopía no nos ofrece un ejemplo a seguir, y lo que es más, acabada la lectura uno se pregunta si la descripción de esa sociedad ideal no estaba cargada de ironía de principio a fin.
Bueno, al grano. De esta obra se ha hablado y escrito hasta la saciedad, y todo el mundo, incluso quien no la ha leído, tiene de ella una idea general. Utopía está construido alrededor de un diálogo entre el mismo Tomás Moro, su amigo holandés Peter Gilles y el viajero Raphael Hythloday, cuya descripción, aunque esto no tiene nada que ver con la obra, me ha recordado a la del viejo marinero de Coleridge:
... vi al antedicho Peter hablando con un extraño, un hombre bien entrado en años, con una cara oscura curtida por el sol, una larga barba y una capa tirada descuidadamente sobre los hombros, que por su vestidura y aspecto me pareció un marinero.
En la primera parte de la obra, los tres personajes hablan sobre los males que afligen a Europa, y se concluye con el ofrecimiento, por parte del viajero, de hablarles de la isla de Utopía, una narración que ocupará toda la segunda parte. No entraré en detalles al respecto de la descripción de la isla, y me limitaré a subrayar que tanto la organización territorial como el diseño de las casas, pasando por la organización del trabajo y la política, se articulan alrededor del principio de la racionalidad. Los otros grandes principios que rigen la vida en Utopía son la propiedad común de todos los bienes y la igualdad entre todos los ciudadanos (esclavos aparte), que, por ejemplo, se turnan en la tarea de alimentar a la comunidad. Es decir, una mezcla entre una de esas ciudades creadas con el ánimo de ser perfectas, léase, Brasilia, Milton Keynes o Marina d'Or y un kibbutz.
Son precisamente las similitudes con el comunismo lo que más sorprende al lector que, como yo, sólo tenía una idea muy general de la obra. La crítica al capitalismo es constante y feroz y, en ocasiones, tenemos la sensación de estar leyendo a un activista antiglobalización de nuestros días. Observad este fragmento de la primera parte, en el que Hythloday, que pasó cinco años en la isla, enumera algunos de los males de nuestra sociedad, en realidad, la Inglaterra de la época:
Consumen, destruyen y devoran campos enteros, casas y ciudades. Pues mirad en cualquier parte del reino que produce la lana más fina y por tanto la más cara: allí nobles y caballeros y ciertos abades, sí, hombres venerables sin duda, no contentándose con los ingresos y beneficios que sus tierras solían proporcionar a sus antepasados y predecesores, no contentos con vivir en descanso y holganza sin ser de ningún provecho, sino perjudicando mucho a la república, no dejan ningún suelo para la labranza, todo lo destinan a pastos (...) Por eso, para que un ávido e insaciable glotón y auténtica plaga de su país natal pueda cercar y vallar muchos miles de acres de terreno con una empalizada o seto, se expulsa a los campesinos de los suyos con artilugios y fraudes o se les despide con violenta opresión...
Pero Moro no sólo se anticipó varios siglos al nacimiento del comunismo, sino también al problema principal de éste como sistema económico. Así, le replica a Hythloday:
... ¿cómo puede haber abundancia de bienes allí donde cada hombre retrae su mano del trabajo? A éste el estímulo de sus propias ganancias no le impulsa a trabajar, sino que la esperanza que tiene en el trabajo de otros le convierte en un holgazán.
Otra detalle en el que Moro se anticipa en varios siglos a la moda en la China de Mao o en Pyongyang es la uniformidad en el vestir, pues en Utopía todos visten igual. Y si nos adentramos en particularidades más íntimas de la vida personal, nos encontramos con costumbres cuando menos chocantes, como la que tiene lugar antes de que una pareja se comprometa en matrimonio:
... una grave y respetable matrona enseña la mujer, sea doncella o viuda, desnuda al pretendiente. E igualmente un varón prudente y discreto exhibe al pretendiente desnudo ante la mujer.
Todo sea con el fin de evitar posteriores reclamaciones. ¿Será eso lo que llaman materialismo dialéctico?
Tonterías aparte, lo cierto es que una vez más, constato que un clásico, y en este caso una de las obras más influyentes en toda la historia de la literatura, la filosofía y la política, es a la vez una lectura de lo más entretenida y sencilla. Y con "sencilla" quiero decir no sólo que se lee sin mayor dificultad que la de acordarse de quién habla en cada momento, sino sobre todo que la enorme complejidad de su interpretación ha superado a críticos y filósofos. En otras palabras, de Utopía se ha escrito mucho, pero se ha llegado a pocas conclusiones firmes. Nadie sabe a ciencia cierta qué quería decirnos Moro con esta obra.
La principal complicación viene del hecho de que algunas de las leyes y costumbres de Utopía chocan de frente con las más fuertes convicciones de don Tomás. Y es que Moro, que años más tarde perdió la cabeza por defender a la iglesia católica, y a quien ésta considera un santo mártir, nos describe en su libro un mundo ideal en el que, entre otras cosas, se practican la eutanasia y el divorcio. ¿Se soslayaron estos detallitos sin importancia cuando se procedió a su canonización? ¿O quizá la iglesia pensó que toda la obra rezuma ironía, algo a lo que apunta la etimología de los pueblos y topónimos inventados por el autor? El propio nombre de la isla puede significar tanto "buen lugar" como "no-lugar", y el apellido de Hythloday, Hythlodaeus en latín, es algo así como "el que cuenta tonterías". No obstante, la hipótesis de que todo es una broma parece un poco forzada. Más creíble sería la idea de que Moro evolucionó en sus ideas, y que el hombre que escribió Utopía no era el mismo que, un par de años más tarde entró en la corte del rey, empezó su batalla sin cuartel contra la herejía protestante, y acabó por entregar su cabeza antes que reconocer la nulidad del matrimonio de Enrique con Catalina de Aragón. La gigantesca convulsión religiosa que estaba a punto de provocar Martín Lutero, agravada poco después con la ruptura de Enrique con Roma, iba a necesitar un firme baluarte que defendiera la verdadera fe, y Moro se sintió llamado a cumplir con su divina misión, costara lo que costara.
Una explicación que a nadie parece habérsele ocurrido es que, cuando se sentaba a escribir, Moro salía de su católico armario y daba rienda suelta a su verdadero yo, y que luego, una vez colocada la pluma en su plumero, volvía a convertirse en el dogmático e implacable martillo -o mejor dicho, asador- de herejes que conocemos. De ser así, Tomás Moro vendría a ser algo así como Mr. Garrison, el profesor de la serie South Park, un homosexual que niega a los cuatro vientos su condición de tal. Un buen día, para demostrarlo, decide escribir un libro de naturaleza puramente heterosexual, y el resultado es En el valle de los penes, donde la palabra 'pene' aparece en 6.083 ocasiones. Para horror de su autor, el libro gana el Pulitzer Gay y es considerada la "mejor obra de literatura homoerótica desde Huckleberry Finn". Cabe imaginar igualmente el soponcio que le habría dado a Moro si su obra hubiera sido declarada "el mejor alegato contra el dogmatismo de la iglesia católica".
Probablemente penséis que vivimos en una sociedad mayoritariamente atea, o en la que, cuando menos, el ateísmo es considerado una postura perfectamente respetable. Eso pensaba también mi mujer, atea militante, facción Christopher Hitchens, hasta que un día, hablando con algunas de sus amigas, gente de izquierdas, progresista, y cumplidora con los tópicos de rigor, se encontró con una reacción poco menos que de absoluto espanto. ¡Atea! ¿Tú? Pero, ¿cómo? Pues bien, también en Utopía existe libertad de culto, aunque quizá, como en el círculo de amigas de mi mujer, habría que llamarlo "obligación de culto":
Por eso dejó pendiente todo este asunto y dio a cada hombre plena libertad y opción para creer lo que quisiera exceptuando que les recomendó severa y estrictamente que nadie concibiera una opción tan vil y tan baja sobre la dignidad de la naturaleza humana como para pensar que las almas mueren y perecen con el cuerpo o que el mundo corre al azar sin estar regido por ninguna providencia.
Semejante individuo sería vilipendiado por toda la sociedad utopiense, si bien no castigado:
porque están convencidos [de] que no está en poder del hombre creer lo que quiere ni tampoco le obligan con amenazas a que disimule sus ideas y muestre una apariencia contraria a sus pensamientos...
El motivo del rechazo al ateísmo lo explica Hythloday de una guisa que prefigura a Dostoyevski y su conocido "si no existe Dios...":
Pues podéis estar seguros de que aquél en quien no queda más miedo que el de las leyes ni más esperanza que la del cuerpo personalmente procurará burlarse con astucia o infringir violentamente las leyes de su país
Podría extenderme mucho más y llenar esta entrada de incontables ejemplos, citas y anécdotas. Las ideas que brotan de cada página, los paralelismos con otras épocas, así como el rastro palpable de su influencia en tantos aspectos de nuestra sociedad, sea política, cine o arquitectura, hacen que la lectura de Utopía sea amena, relevante, divertida en ocasiones y apasionante.
Y si os preguntáis de dónde viene el título de esta entrada, os diré que de la también divertida y hoy olvidada Académica Palanca.