Mea culpa

Sin embargo, jamás me he sentido ridícula mientras te las escribía (aquellas cartas) tantos y todos, y tantos todos estos años. 

Podría sacudir el polvo de cada letra en cada carta que te escribí. 

Saltarme las mayúsculas tras un punto y aparte o un punto y final y encajar una minúscula en un punto y seguido. 

Ridícula, no, sólo que la grrr-ama-tica golpeaba mis dedos índice, y corazón, sacudiendo el teclado y sé que volverían a golpe de escritura las mismas palabras que desterré, y que tozudas, ridícula-mente regresan a lo que fui, pero que ya ni soy ni quiero, y es más, ni pretendo ser.

Podría obligarme a fingir, a mentir, e hipócritamente salvarnos en un verso que nadie leería, y en el que ni yo misma con una mediocre sonrisa nos salvaría en un hipotético uni-verso.

Podría, pero va y no me sale, ni quiero.

El fraude de una sonrisa suena al de una onomatopeya que pertenece a un mundo en el que, intuyo, se colgó Merlín, y el acróbata, la funambulista, y el coro de bestias domesticadas para el unánime aplauso de un público mudo que ya sólo acude donde le han dado una entrada pusilánime, hija de su mirada apocada y conjugada a un pasado imperfecto, en terceras personas dependientes.

Podría volver a ser quien fui, pero me niego.

Yacen los recuerdos profanos y prófugos bajo la piedra incólume de la Memoria, allí, donde el olvido, vetusto y obtuso, nos alcanza por si muriesemos antes en el intento de desvanecerlos.

Por eso, cada carta de amor que te escribí, fue ridícula tal vez, e incluso  tanto como lo soy yo, aunque ya ni sea quien fui ni sea quien soy, eso sí, -ridícula-, lo sigo siendo al volver a leer todas las cartas que te escribí pero, por favor te lo suplico :

Cúlpame a mí,  no las culpes a ellas.