Cristina Nguyen
La espera.
Pérdida inmediata del tiempo entre los dedos.
Píos emergen desde una maraña indescifrable de ramas secas.
Inundan el silencioso atardecer con estridentes melodías.
El pasto húmedo sigue su curso vertical y se estira hacia el cielo.
Insiste. Se doblega. Resiste.
Las plegarias se caen. La lluvia cesa. Los errores devoran. El domingo asesina.
La primavera se atreve, y se asoma a través de algunos gajos.
El invierno se repliega y deja su desnudez al descubierto.
El tiempo circular. Circular como una sierra. Cortante, frío. Extenso como el mar.
El mar que toca mis pies. Donde cayeron mis plegarias dejando huellas en la arena.
Allí donde cayó la estrella fugaz.
La que no vimos morir, mientras acunábamos la eternidad de un amor que también fue estrella.
La eternidad del día. La inmovilidad. El silencio.
Apartarse, retraerse. Pensar y repensar.
Extender la mano y tocar el vacío inmenso que es el aire. Una masa. Humedad que ahoga.
El gato trepa el techo de chapa del vecino. Ajeno a cualquier pérdida.
Arriesga sus siete vidas, errando el salto entre las tejas.
Vuelta a probar. Vuelta a vivir.
Siete vidas que no tengo. Vuelta a probar en ésta.
Otros viven, charlan, devoran extensos manjares. La lluvia no los detiene.
La música estridente consume los silencios. Las carcajadas esconden medias tintas.
Medias lágrimas corren mientras la tarde muere. Las luces se encienden.
La ciudad sobrevive un día más.
Lo interminable, el tiempo a destiempo, la culpa, la seguridad, la reafirmación.
Inseguridades. La mente que engaña. El corazón que galopa, cada vez más despacio.
La soledad letal que ya no es tan desgarradora. Es parte.
El domingo muere.
Y un poco de mí también.
Cristina Nguyen
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