A lo largo de estos meses he pensado mucho en los buzos. La existencia se ha vuelto pesada, como si lleváramos una escafandra reluciente, como si nuestras vidas transcurrieran en las profundidades de un océano oscuro e infinito. Hemos contemplado el mundo a través de un cristal. Aunque la presión nos angustiaba y la incertidumbre era espesa, hemos pensado el mundo en toda su amplitud, temporal y espacial.
La filosofía no aporta conocimiento objetivo de la realidad, eso lo llevan a cabo las ciencias. Los filósofos, como mucho, manejamos ideas, conceptos, y algunas reflexiones de segundo grado, nada más. Si se puede hablar de utilidad en estos casos, las ideas nos sirven para obtener una visión global de lo que ocurre. Como buzo, estas son algunas de mis ideas sumergidas.
Al habitar las profundidades, nos hemos encontrado con la oscuridad, la ignorancia. En la sociedad de la información y el conocimiento, el no saber es el peor de los males. De repente, todo el saber acumulado parecía no servir para nada. Nadie supo predecir el desastre; nadie supo qué estaba ocurriendo. La sociedad del espectáculo se vino abajo, todo era una farsa.
De la oscuridad nacieron la incertidumbre y el miedo. Carecer de explicaciones supone no saber qué va a ocurrir. El miedo se instaló en la sociedad feliz del consumismo. Las viejas narraciones, ésas en las que al final el bien vence sobre el mal, ya no funcionaban. La sociedad del riesgo se transformó en sociedad del miedo. Problema: no estamos entrenados. El miedo a que el suelo desaparezca bajo nuestros pies era un miedo propio de regiones lejanas, zonas olvidadas en los confines del sistema solar…
Fue entonces cuando llamamos a las puertas de los laboratorios y los centros de investigación. Casi con exigencias y malos modos. La ciencia tenía que solucionar el problema inmediatamente. Tenían que ser los héroes de esta historia perversa. De pronto, la investigación científica era esencial para nuestras vidas. Las condiciones tan precarias en las que se desenvuelven los investigadores volvieron a salir a la luz. Pero ahora debían estar preparados para abordar el fin del mundo…
Y la sociedad posmoderna, relativista y adicta al fragmento, exigió hablar de la verdad y de la mentira. Con el fin del mundo a la vuelta de la esquina, los negacionistas y los amantes de las noticias falsas suponían un grave peligro para la civilización. La ley del péndulo. De negar el concepto de verdad hemos pasado a considerarlo un pilar básico en la reconstrucción del mundo. Incluso hemos llegado a dejar a un lado toda crítica que ponga en cuestión la actividad de las instituciones encargadas de producir verdades. Algunos confunden el negacionismo con el sano escepticismo…
Trabajar en las profundidades, con tanta presión, exige claridad de ideas, responsabilidad y mucha coordinación. Los que se dedican a los asuntos públicos se han esforzado para gestionar el gran problema. Sin embargo, los parlamentos nos han hecho dudar sobre los verdaderos fines de semejantes desvelos. Porque detrás de ese tremendo esfuerzo por evitar la catástrofe estaba el deseo infinito y absoluto de conservar el poder o de alcanzarlo. El diálogo y el acuerdo han sido escasos. Unos confunden la oposición con la destrucción, y otros el gobierno con el ciego dominio…
Y los ciudadanos a lo nuestro, a incumplir las normas en cuanto no hay un castigo a la vista… Hemos mostrado una terrible carencia de virtudes cívicas, de sentido del bien común y de la responsabilidad. La culpa es de los políticos, del sistema, de las multinacionales y de los grandes señores que controlan el universo… Y nos hemos quedado tan a gusto. Nuestro incumplimiento sistemático de las directrices para salir del abismo parece ser que no tiene ningún efecto sobre la realidad. Somos víctimas, seres con derechos y sin obligaciones, seres nacidos para consumir y ser felices. Hemos olvidado, o no hemos aprendido, qué significa ser ciudadanos en una sociedad democrática. Algunos confunden ser un ciudadano crítico con eludir las responsabilidades…
La angustia ante la posibilidad real de desaparecer como humanidad es algo nuevo. La amenaza de la guerra nuclear de otras décadas no llegó a ser tan intensa. Como luego se comprobó, la solución estaba en nuestras manos: el desarme. Sin embargo, esta amenaza, tan difusa, tan ajena a lo humano, no es fácil de controlar. Los gobernantes están igual de asustados que los ciudadanos, igual de perdidos. Este miedo nos ha hecho pensar en la humanidad como un todo. La angustia es global. La crisis económica es global. Las soluciones han de ser globales.