Revista Diario

Melocotón

Publicado el 10 febrero 2011 por Menagerieintime
Ayer, en casa, para comer, preparé lentejas. Podría parecer un dato sin importancia, incluso banal. Pero no lo es. Y no lo es porque cuando abrí el recipiente donde las había puesto en remojo, me acordé de ese pseudo experimento que todos hemos hecho (y que a todos nos ha gustado) en el colegio, cuando éramos pequeños. Me refiero a la tarea que nos encargaba la profesora de Ciencias Naturales, en la cuañ debíamos usar una lenteja (o garbanzo en su defecto), el tarro de un yogurt vacío y unos algodones. A ese mismo me refiero. Que levante la mano el que no lo haya hecho nuca.
Me acordé de este experimento, decía, con una sonrisa en los labios. Sonreía porque en la cárcel, y con el único fin de poner algo de color y de vida en la celda, intenté realizarlo. Lógicamente en la cárcel no teníamos yogurth, ni lentejas o garbanzos. Del algodón olvídate también, claro. Visto lo visto, intenté hacerlo a lo bruto. Con lo que tenía. En lugar del vaso de yogurt, usé un vaso de plástico (los que usábamos para beber café). El algodón lo cambié por trozos de tela (vilmente arrancados de la sábana semanal). Como semillita usé el hueso de un melocotón. Concretamente utilicé el hueso del melocotón que le correspondía a Sebastian.
Todos los días, por la mañana, nos daban una pieza de fruta para cada uno. Una pieza de fruta por día y por persona. Eso fue lo más cerca que estuve de una alimentación sana. De esas cinco piezas de fruta, una la usábamos todos los días para hacer té frío. Hervíamos una cacerola de agua con una bolsita de té y con la fruta en cuestión troceada. Para que tuviera algo de sabor. También esa pieza de fruta era, siempre, la de Sebastian. Y no es que a él no le gustara la fruta, que sí. Lo hacíamos así porque Sebastian era el más débil de la celda. Y por eso siempre le tocaba a él claudicar en todo. Dejarse llevar. Hacer lo que los demás queríamos. Si no hubiera sido así, hubiera tardado poco en arrepentirse.
La escala de poder en la celda se manifestaba en las camas que ocupaba cada uno de nosotros. En la posición que cada cual tenía en la litera. Los que dormían en la parte más baja eran más fuertes, más guerrilleros que los que dormían arriba. Los de abajo tenían más huevos que los demás. Y defendían su posición con uñas y dientes. Con comportamientos a veces sacados de los libros que relatan cómo se vivía en la Edad de Piedra.
En nuestra celda (como en todas) había dos literas: una de tres plantas y otra de dos. En la dos camas bajas estábamos Rami y yo. En las del medio estaban Rolando (encima de Rami) y Mimmo (encima de mi cama). En la parte más alta estaba Sebastian. De ahí que siempre fuera él el que se quedara sin fruta. Y sin leche. Y sin café cuando lo preparábamos. De ahí que no tuviera derecho a protestar.
Varias veces Mimmo intentó robar mi cama. Varias veces intentó quedarse con mi colchón, con mis privilegios. A pesar de apreciarle mucho, a pesar de que él tenía mucha más edad que yo, no lo permití. Y no lo permití porque allí, en la cárcel, las apariencias son muy importantes. Hubiera bastado que cualquier preso hubiera pasado por la puerta de mi celda y me hubiera visto dormir en un nivel superior para perder mi status dentro de la sección. Y perder status significaba perder seguridad. Y perder seguridad era estar jodido. Bien jodido.
Por eso no dudé ni un momento en atizar (con la fuerza justa para que comprendiera que no estaba de broma) a Mimmo en la pierna que tenía coja, justamente donde tenía la piel arrancada por culpa de aquel camión que, según decía, le pasó una vez por encima cuando era joven. Y no dudaba en hacerle daño si era necesario. Uno de mis hermanos le ha dicho a Noa (mi hija) desde hace mucho tiempo “Noa, te voy a enseñar a defenderte. Para que lloren tus padres, que lloren los de otro”. Siempre le decía a mi hermano que no le enseñara esasa cosas. Cada vez que golpeaba a Mimmo le decía esa misma frase. Porque el perder la cama era un “o tú o yo” en el que yo no estaba dispuesto a caer.
Así, de esta forma, comprendí de una manera bien gráfica lo que les explico a las personas a las que imparto formación cuando me levanto con el pie derecho. “Es muy bonito eso que os han contado de que el liderazgo tiene cuatro modelos que van desde el más autocrático al más “amiguete”. Pero cada momento, cada persona de vuestro equipo ha de conocer el modelo de liderazgo acorde a ss circunstancias. Lo de ser “colega” de tus empleados no funciona siempre.” Sí. Hay veces en las que hay que utilizar la fuerza. En las que hay que dar órdenes. Como “Mimmo, bájate de mi cama a la voz de ¡ar!”, mientras se tiene el puño cargado.
Por si os lo estáis preguntando, debo deciros que no. Que el hueso de melocotón nunca de abrió. No hizo ni el más mínimo esfuerzo por abrirse, el muy cabrón. Os prometo que lo regaba, que lo ponía al solecito, incluso que le hablaba de vez en cuando. Supongo que sabía que su presencia, más que darnos alegría a nosotros, lo ahogaría en tristeza a él mismo. Hay cosas de la cárcel que ni todas las plantas del mundo pueden cambiar. La tristeza solo es una de ellas.

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