Revista Diario

Melodía del desconcierto

Publicado el 16 agosto 2011 por Blopas

Novena entrega de la secuela del Gringo y la Lucecita, escrita a veinte yemas entre el maestro MX cuento * chino y yo. ¡Esperamos ansiosos sus comentarios!

En las vísperas de San La Muerte  |  Continuará…

A un costado del escenario improvisado, el Gringo y el Zurdo afinaban las guitarras con el mismo gesto adusto y desconfiado que se les había instalado en la cara el día en que aceptaron la propuesta de Don Miguel. “A la mala espina se la debe respetar”, decía siempre el Zurdo. El Gringo, cuyas preocupaciones excedían largamente las de su compadre, aceptaba esa sentencia, pero callaba. A veces no hay mucho que hacer contra los deseos del tallador; se aceptan las cartas y se juega con el pico cerrado tratando de evitar el mazo. Cuando los armónicos dieron el visto bueno a la afinación, los músicos respiraron hondo, se acomodaron las pilchas, los pañuelos de rigor, y se dispusieron largar el espectáculo. Desde el centro de la tarima, Pichón repicaba los dedos suavemente sobre el cajón, cortando a gatas la modorra de la concurrencia y concentrando algunas miradas vidriosas fruto de la sobremesa. Como se sabe, en cualquier festejo el hambre es lo primero que se acaba, mientras que la sed es mucho más brava de saciar; la humedad de la pampa reseca el alma y el espíritu, valga la contradicción.

Los primeros acordes se mezclaron con algunos aplausos tímidos y palabras inentendibles a las que el Gringo no prestó atención, pero que Pichón y el Zurdo consideraron de aliento. La “Chacarera de la Redención” rompió el hielo y la quietud reinante. El trío era ciertamente virtuoso. A pesar de lo inestable de la percusión, la energía que contagiaba era capaz de animar un velorio a cajón cerrado. Con el profesionalismo como bandera, el Gringo empujaba sus malos pensamientos e inevitables sospechas hacia el fondo, trataba de mantener la calma y el compás en medio de todo ese revoltijo en el que veía enredarse más y más. Sin embargo, su mirada mañera se le escapaba por todo el lugar en busca de la figura gentil de la Lucecita, que hasta ese momento se destacaba por su ausencia. Las primeras parejas se animaron y le entraron al bailongo sin esperar demasiado. Bien al fondo, donde los copetudos los pusieron por las dudas de que tuvieran olor rancio, el “Esqueleto” Borghesi, Benítez y los demás peones golpeaban la mesa con sus manos renegridas. Y aunque era aún temprano para estar entonado, el tape Ensina se le animó al estribillo con su vozarrón de llano herido. No faltaron las palabras a la memoria del difunto Juan Gauna y para la viuda que lo lloraba. Curiosamente, nadie recordó al malogrado Lorenzo.

El baile ideado por Don Miguel transcurría sin tropiezos. Su deseo de mostrar que en la estancia nada era tan grave parecía satisfecho. A un costadito de la pista, con sendos vasos de sangría sin tomar, Becerra y Carlini repartían sus sentidos entre el jolgorio y el deber. Tenían orejas de sobra para los corrillos y también para la música, y con los cuatro ojos podían atender no sólo al Gringo y Barzola, sino también, y por qué no, al mujeraje fatal. Del otro lado de la pista, el oscuro capataz aguardaba su momento de pie contra una acacia. Los hombres de la ley parecían esperar ese mismo momento para hacer su jugada. Pero los hechos estaban a punto de desbocarse como bagual asustado. Miradas oblicuas trazaban la pista. Don Miguel observaba al Gringo; el Gringo vigilaba a Carlini y Becerra, y éstos miraban cómo Barzola, haciéndose el desentendido, relojeaba el camino que bordeaba el casco.

Los que no estaban borrachos notaron el gallo del Gringo en el tercer valsecito, justo cuando llegó al lugar, tardía y en soledad, la Lucecita. Todas las miradas recayeron en ella. Traía maquillada en el rostro una inocencia en la que ya nadie creía. En eso, los amigotes de Juan Manuel comenzaron a revolearlo al aire entre vítores y carcajadas mientras Don Miguel aplaudía contento. En ese breve y extraño desorden general, los investigadores reaccionaron con velocidad de culebra. El momento había llegado.

- “Ahora, Topito, ¡vamos! ¡Largue ese vaso, caramba!” exhortó Becerra excitado, antes de tomar raudamente el camino de salida. Carlini dejó el vaso en una mesa cualquiera y lo siguió.

- “¿Está seguro de que es el momento?”, preguntó.

- “¡Por supuesto! La mejor manera de sorprender en este ajedrez es jugar a las damas, Topito. ¡Sígame!”

- “Es usted brillante, comisario” dijo maravillado Carlini mientras anotaba la máxima con letra chueca y apresurada en su libreta de apuntes.

Media hora después, Barzola abandonaba la estancia en su rastrojero. Ante una seña inequívoca de la Lucecita, que había visto partir a su padre, el Gringo también supo que había llegado su momento de actuar como solista.

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