Revista Diario

Meme: cuenta una primera vez

Publicado el 11 abril 2013 por Rizosa
Yo tenía doce años. Doce años y un cuerpo canijo que de espaldas podría pasar por el de un chavalín esmirriado, pero que de frente no podía ocultar la (por entonces) cruel realidad: me habían crecido las tetas.
Para mí aquello de tener tetas era algo incómodo e inútil: ¿para qué quería yo tener tetas, si no hacían más que estorbar? Encima la ropa dejaba de quedarme bien, mis amigas me empezaban a mirar raro y algo dentro de mí sabía que ya nada volvería a ser igual. Que a eso se le debía llamar "dar el estirón", solo que unos crecían de una parte, y yo de otra.
La cuestión es que allá por febrero de 1993, mi familia y yo nos fuimos a pasar un fin de semana a un hotel, celebrando no se qué historias del trabajo de mi abuelo. El sábado por la noche se daba una fiesta de gala en la que todo el mundo tenía que ponerse sus mejores lanas, y mi madre eligió para mí un conjunto monísimo de blusa/pantalón de una -oh, fortuna- delicada tela color beige. Y al ir a ponérmelo algo enfurruñada porque yo quería vestido, mi madre sacó una extraña prenda del armario y vino hasta mí muy sonriente, para soltarme una de esas frases lapidarias que me acompañarían para el resto de mi vida: "Beíta, toma, ya tienes que ponerte un sujetador". 
Sostuve aquella extraña prenda en mis manos durante un par de minutos, extasiada, preguntándome para qué narices servía eso y por qué se lo ponen todas las mujeres a diario. Aquel sujetador no tenía aros, por supuesto, y era más una camisetilla minúscula de lycra que otra cosa, pero me hacía sentir una extraña en mi propio cuerpo y me tuvo media hora observándome con el ceño fruncido delante del espejo, sin atreverme a salir de la habitación. 
Al final salí, claro, porque el hijo de unos amigos de mi familia vino a buscarme para ir a la fiesta infantil en la que beberíamos champín y  bailaríamos Xuxa.  Le saludé sacándole la lengua (me gustaba, no había duda) y echamos a correr por los pasillos del hotel hablando de no se qué serie de la televisión, hasta que llegamos a las estrechas escaleras que bajaban hasta el salón comedor del hotel y el chaval, muy caballeroso, se apartó para dejarme bajar primero dándome una palmadita en la espalda.
Lo que yo jamás me hubiese esperado ni en un millón de años fue su reacción al tocarme y rozar sin querer su mano con los tirantes de mi nueva prenda. El chaval se paró en seco, abrió los ojos como platos y gritó, impresionado:
-LLEVAS... LLEVAS... ¡¡¡TÚ LLEVAS SUJETADOR!!!
Casi me da un chungo de la vergüenza, os lo prometo. En ese momento no entendía el por qué de su impresión, de su sorpresa desmedida, pero mi intuición femenina recién estrenada me decía que debía ser fruto de la admiración más que de la animadversión, así que opté por hacerme la digna y sabia mujer de mundo y, sonriendo con soberbia, le dije algo así como: -"pues claro, imbécil, soy una mujer".

Él se me quedó mirando entonces como si yo fuese una extraña extraterrestre a la que acababa de conocer, y durante el resto del fin de semana me siguió como un perrillo faldero por todo el hotel y me dejó ganar en todos los juegos.
Fue ese fin de semana cuando aprendí que, por alguna sabia decisión de la naturaleza, tener tetas mola. Que las mujeres estamos destinadas al poder sobre los hombres a cambio de pagar el pequeño precio de llevar sujetador, esa prenda del mal que años más tarde se fue haciendo más y más incómodo, con esas varillas que se clavaban y esa forma de condicionar mi vestuario, pero que era un mal menor comparado con todo lo demás.
Más tarde aprendí que el mero hecho de tener tetas no te hace poderosa, sino que también tienes que ser inteligente y aprender a usar ese poder. Un gran poder conlleva una gran responsabilidad, ya sabéis.
Pero esa es otra historia y será contada en otra ocasión.
Meme: cuenta una primera vez

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