Hay gente que tiene memoria olfativa o memoria musical; gente que se vuelve cuando alguien pasa por su lado dejando una estela de perfume que les resulta familiar, o que llora cuando suena una canción que le recuerda a alguien especial.
Me fascina esto de la memoria, esa capacidad que tenemos de volver atrás y revivir mil historias lejanas como si hubiesen sucedido ayer. Lo curioso y caprichoso de nuestros recuerdos, que tan sólo guardan lo que les interesa de ese pasado que rememoramos.
Yo tengo memoria gamer. Juegos que me hacen recordar momentos, personas, sentimientos pasados. Fases en las que revivo etapas de mi vida en las que era más feliz, o más triste, o simplemente diferente a la que soy ahora.
Cuando alguien me habla del Spectrum no puedo más que acordarme de mi tío y del Fred, aquel juego que tenía en esa consola primigenia con la que jugábamos medio a escondidas de mi abuela justo antes de comer, los domingos. Recuerdo con qué cuidado manejaba mi tío los cartuchos, con cuánto cariño me enseñaba a jugar con el Spectrum y aquella paciencia que tenía que echarle (entonces tendría yo 5 o 6 años, entendedme) desde que metíamos el cartucho del juego hasta que éste terminaba de cargarse.
Eran mañanas que olían a pan frito con azúcar. A risas flojas. A peleas medio en broma en el sofá. A chucherías. A pirámides divididas por niveles repletos de momias, fantasmas y goterones de ácido.
El Alex Kidd me hace viajar unos años adelante en el tiempo de mi infancia, a aquella época pre-adolescente en la que nos reuníamos en casa de mi amigo Jesús para merendar y jugar con la Master System II. Luego llegó la Super Nintendo, y con ella recuerdo las horas de Unirally, los piques por el salto perfecto, los karaokes, Modern Talking y el rol. El Donkey Kong, las clases de Filosofía, las notitas furtivas, las partidas de Tetris, Pang, Street Fighter y Bubble Bobble en las recreativas, las llamadas telefónicas durante horas que tanto cabreaban a mi madre, las primeras salidas nocturnas, la inocencia con la que todavía mirábamos al mundo. Los Toejam & Earl chocando esos cinco, ajenos a la destrucción de su planeta. La dulce Rosa. El Zelda.
Entonces llegué a la edad del pavo y, como en la vida real, estuve un tiempo buscando mi sitio en el mundo jugón y me costumbré a alquilar juegos para el fin de semana, con el fin de engancharme a alguno. Fue así como descubrí los Survival Horror y me sumergí en las calles grises de Silent Hill, maté zombis en los Resident Evil, subí hasta lo más alto de la Clock Tower, temblé de miedo con las niñas llorando de fondo en el Doom y me fui a dormir sintiéndome un poco más fuerte por haber destruído el mal con tanta eficacia.
Y entonces llegó mi primer PC, y todo cambió. La edad del pavo quedó atrás, y con ella mis ansias de pelearme con el mundo y de destruir monstruos que me atormentaban. De esta forma me di cuenta de que necesitaba tranquilidad y estrujarme el coco, y me enganché a los juegos de estrategia en red y a las aventuras gráficas. De aquella etapa de mi vida recuerdo con cariño las tardes de Age of Empires II en el cíber de mi colega: partidas casi interminables en las que acabábamos con todos los recursos del mapa y con todas las cervezas de nuestras provisiones. O el Warcraft II y III. O los Broken Sword. O Indiana Jones dando caña con su látigo (ay omá, Indi). O a Lara Croft. O el Starcraft. Irme a la cama con "mi vida por Aiur" en la cabeza, repitiéndose una y otra vez entre sueños. Los primeros años de universidad. Los planes de futuro. Aquel cuento de la Lechera donde tenía mi futuro planeadísimo, milimétricamente controlado. El Sim City. Aquellas estrategias de batalla en las que, en teoría, nada podría fallar y me haría con el control del mapa de mi vida. El primer amor. Las sagas que le sucedieron. Los Sims o cómo tener mi primer apartamento (y llenarlo de perros y de sofás de color morado). Los viajes. Los primeros suspensos en Contabilidad y las primeras derrotas en el Quake. El Diablo II. El Última Online o la maravillosa historia de cómo me mató un pollo cuando iba desnuda por el bosque. Los Final Fantasy.
Cuando empecé a trabajar y me mudé a Barcelona mi faceta gamer se vio altamente perjudicada por la falta de tiempo. Pero aún así siempre sacaba un rato para rebajar tensiones matando elfas rubias en el Lineage II o en el Wow. Los MMORPG llegaron a mi vida pisando fuerte, y así fue como yo me ponía el despertador a las siete para ir a matar rares antes que nadie, luciendo mis ojeras con orgullo en el curro. Aprendí el valor del esfuerzo y del sacrificio, y me gané mis primeros sueldos en la vida 2.0 y en la Real Life. Y de entonces guardo infinidad de buenos recuerdos, que son los que trato de retener por encima de todo lo demás: las risas con los de la guild Las Ratas de Agua, las muertes tontas en grupo, los asedios, las raids, los paseos por la Ciutadella, los amigos online, los kilómetros que no son tantos gracias a la red de redes, los bombones de cereza y licor de Rambla Cataluña.
Como os decía, tengo memoria gamer. Y estoy segura de que algún día, dentro de unos años, alguien me dirá que se ha enganchado al LoL o al Guild Wars 2 y yo sonreiré acordándome de esa etapa de mi vida en la que pateaba culos con mi Guardiana o inundaba el mapa de wards con Soraka mientras alguien me decía "omg noob report Soraka never help". Días de Steam raros y grises con futuro incierto, pero que también pasarán. Como todo.
Insert coin!