Brumas. Lluvia. Ventisca que azota mi cara. Aceras mojadas. Hojas secas. Flores marchitas. Pájaros mudos. Aciago día. Eterna noche. Sonoras pisadas. Viajeros anónimos. Abstraídos hombres. Cabizbajos. Piensan. Uno alza la vista. Me ha descubierto. Se detiene, pesado. Coloca su maletín de cuero negro en el suelo, mezclándose con los olores que el asfalto mojado desprende. No le veo los ojos. Quedan ocultos tras unas grandes lentes oscuras. Parecen tintadas. Puedo adivinar su mirar. Me contempla. Segundos que se hacen horas. Horas que se hacen milenios. Milenios que se transforman en instantes. Tic tac. Tic tac. Su Viceroy de cuero desgastado reclama atención. Pero él lo ignora. Sigue observándome. Una gota de lluvia resbala por mi frente, como un trocito de cristal que me ilumina el rostro. Él sigue ahí. Parado, como un mimo en el Retiro. Las gafas se le han empañado. Se cerciora de ello y se las quita. Sus ojos expresan todo aquello que su boca no se atreve a pronunciar. Recelo. Miedo. Y alcanzo a descubrir atisbos de amargura. Siento dolor. Furia. Irritación. E indiferencia. Retrocede. Y se va. Tal y como llegó. Aunque con una insignificante diferencia. Esta vez camina a grandes zancadas. Como si algo le molestara. Ha cruzado el parque central. Ya no distingo su figura.
La campana de la iglesia cercana señala las diez. No necesito un Viceroy, pienso. Recojo algunos cartones desperdigados entre los baldosines oscuros. Me incorporo. Me dirijo hacia el contenedor más cercano. Hoy soy un tipo con suerte. Sobresale una pequeña manta raída de bebé entre las bolsas de Mercadona. Vuelvo a mi rincón. Escondo mi preciado regalo entre el resto de mis posesiones y me las echo al hombro. Toca mudanza. A ningún lugar. Soy un pirata. Me dejo llevar por las hermosas sirenas de las ambulancias. O por el devenir de los de a pie. Las sombras descienden. Me acorralan. Es hora de buscar mi nuevo hogar. Mañana es Nochebuena. Mañana será otro día, pienso. Otro interminable e insulso día durmiendo en algún callejón perdido en la inmensidad de esta ciudad fantasmal. Y mañana será mi tricentésima noche en la calle. Pero no me preocupa. Soy un poeta de la calle. Un cantautor de amaneceres. Llevo este pequeño cuadernito en el que anoto todo, en la memoria. No pido nada. No quiero amor, ni dinero, salud me sobra. Tan solo espero poder ver la luz del sol una vez más. Y que esta lúgubre y gélida oscuridad no termine por destruirme.
Ana Esther