La campana de la iglesia cercana señala las diez. No necesito un Viceroy, pienso. Recojo algunos cartones desperdigados entre los baldosines oscuros. Me incorporo. Me dirijo hacia el contenedor más cercano. Hoy soy un tipo con suerte. Sobresale una pequeña manta raída de bebé entre las bolsas de Mercadona. Vuelvo a mi rincón. Escondo mi preciado regalo entre el resto de mis posesiones y me las echo al hombro. Toca mudanza. A ningún lugar. Soy un pirata. Me dejo llevar por las hermosas sirenas de las ambulancias. O por el devenir de los de a pie. Las sombras descienden. Me acorralan. Es hora de buscar mi nuevo hogar. Mañana es Nochebuena. Mañana será otro día, pienso. Otro interminable e insulso día durmiendo en algún callejón perdido en la inmensidad de esta ciudad fantasmal. Y mañana será mi tricentésima noche en la calle. Pero no me preocupa. Soy un poeta de la calle. Un cantautor de amaneceres. Llevo este pequeño cuadernito en el que anoto todo, en la memoria. No pido nada. No quiero amor, ni dinero, salud me sobra. Tan solo espero poder ver la luz del sol una vez más. Y que esta lúgubre y gélida oscuridad no termine por destruirme.
Ana Esther