Crecer implica aprender a decir adiós. Resignarse y
desprenderse de sueños y milagros. Quizá por eso mi metamorfosis ha sido tan
cruel y agónica. En la brecha de mis emociones me he mantenido siempre, reacia
a aceptar unas alas prefabricadas, unos besos a medias, unos colores sombríos. Mi
sentido común es traicionero y escapa de las garras del tiempo y de una madurez
absurda que no cree ni en lo onírico ni en los besos del alma. La realidad es
fría y viscosa y condena a vivir sin alternativas, los deseos pegados, como las
alas, revoloteos efímeros y sonrisas desgastadas. Mi piel de niña ingenua
resbala arrugada por las imperfecciones que han dejado mis fantasías de
soñadora. El reloj marca la hora, el final de los tiempos, y yo anclada en mi
pasado, odiando las despedidas pero sin querer tampoco renunciar a un vuelo magistral,
a un viaje con historia. Despego las alas, confundida pero viva, superviviente
entre crisálidas derretidas y mariposas negras. No quiero vuelos erráticos ni
promesas prisioneras. Quiero el cielo azul, un mundo a mis pies, una vida
contigo, un trono en el vértice de todas las aspiraciones perdidas. Escapa de esa jaula de acero, madura en mis chillones colores, crece enredado en mi inconformista piel. No me digas adiós… vuela conmigo.