Paul Auster solía hacer experimentos con la verdad mientras se tomaba un Martini Rosso en el jardín de su casa, junto a la piscina donde se ahogó su perro, que, por cierto, se llamaba Don, en homenaje a su idolatrado DeLillo, amigo íntimo de Paul, con el que acudió, en bañador, al Moma de Nueva York para contemplar en silencio un cuadro de Picasso y discutir a posteriori entre ellos sobre las teorías estéticas que esgrime Tom Wolfe en su ensayo "La palabra pintada", una obra que Paul compró mientras se encontraba en el aeropuerto de Atlanta esperando un vuelo que le llevase a L.A.X, que, por si alguien no lo sabe aún, es el aeropuerto internacional de Los Angeles, un sitio donde todo el mundo llega cansado, porque California es el culo del mundo, California es para los californianos, como me dijo una vez un revisor de tren italiano en Padova: Italia para los italianos; ¡desde luego!, pensé yo en aquel momento, esta locura es sólo para vosotros, al igual que este texto, este experimento, es sólo para mí…