En ocasiones cierro los ojos con mucha fuerza y no quiero volver a abrirlos. No quiero saber si lo que me rodeaba sigue ahí o si, por algún imposible milagro del destino, todo ha desaparecido o evolucionado. Prefiero no saber, no mirar, no asumir. No razonar. Y soy incapaz de echarle narices al asunto y trato de aferrarme a la esperanza que aún brilla en mi imaginación mientras arrugo los párpados y la oscuridad lo inunda todo.
En ocasiones, decía, mi vida es una maldita caja de Schrödinger en la que lo más importante no es saber qué demonios pasa con el gato. Me da igual si está vivo o muerto; lo que verdaderamente quiero es que nadie toque mi caja... porque me aterraría que se abriese y verme obligada a mirar adentro.