Hasta leer a Punset (1) mi cerebro y yo nos habíamos llevado muy bien. Solo habíamos tenido algún enfrentamiento cuando volábamos en avión. El, empeñado en transmitirme un elevado grado de acojonamiento; yo, en explicarle, recordando mis clases de Dinámica de Fluidos y las estadísticas leídas, que el avión era el método de transporte mas seguro que existía. Pero no me quería escuchar y me provocaba arcadas antes de embarcar, durante el despegue y en el aterrizaje. Cuando mas se pasaba era en pleno vuelo con las turbulencias. Entonces aceleraba mi respiración, me envolvía de un sudor frío, hacía que mis manos se agarraran a los apoyabrazos y cerraba mis ojos. Por suerte pronto aprendí que un par de whiskys hacían que me molestase lo mínimo.
Siguiendo con la lectura del libro de Punset, me sorprendió mucho el interés, no habitual en él, que ponía en la lectura. Lo normal era que se dedicara a sus cosas, no sé muy bien cuales, mientras yo leía. Noté que ahora estaba atento a la información que yo iba recogiendo con mis ojos, página tras página. Al principio se hacía el despistado intentando aparentar que estaba ausente. Al rato no pudo resistir la tentación y aceleró mi ritmo de lectura. ¡El muy cabrón me había escondido hasta entonces que yo podía leer el triple de rápido sin perder ningún concepto y disfrutando igual, o mas, que siempre!
De vez en cuando me paraba en un párrafo, me lo hacía releer un par de veces para luego volver a su ritmo acelerado, o ir a la página ciento veintisiete cuando yo andaba por la doscientos catorce.
Cuando acabamos el libro noté que algo había cambiado en mi interior, como si a partir de aquel momento hubiese perdido algo de control. No le di mayor importancia porque uno es dado a tener muchas neuras. Ejemplos: me desmayo cuando me quitan sangre; no aguanto el olor a pescado hervido; cuento mis pasos cada vez que subo o bajo unas escaleras; tamborileo con mis dedos al ritmo de las sílabas de una frase.
Desde aquel día he aumentado mi interés por ver Redes. Esté donde esté los domingos a las nueve de la noche he de buscar una tele y ver el programa. No suele ser fácil porque coincide con algún partido de fútbol y es complicado que cambien de cadena para poner La 2.
El martes pasado, al entrar en la disco, me dijo:
—Ve a por la morena— y movió mis ojos hacia ella.
—Es un petardo de tía— le dije.
No me hizo ni caso. Movió mis piernas haciéndome ir hacia ella con cadencia sensual; organizó los músculos de mi cara para que yo tuviese mi aspecto mas encantador; modificó mis labios esbozando una sonrisa pícara y me colocó delante de ella.
—¿Qué hace un encanto como tú sola? ¿No hay hombres con buen gusto en esta disco?— ¡Dios que horteradas acababa de soltar!
El cardo me contestó con una sonrisa horrible que intentaba ser seductora. ¡Nunca se había visto, ni se vería en una como ésta!
—¿Qué estás tomando?— Como si a mí me importase mucho y como si no viese que delante tenía una Coca Cola y un vaso con líquido oscuro y una rodaja de limón
—Una Coca Cola— me dijo.
Esa fue la conversación mas larga e interesante que tuvimos en toda la noche.
—Una monada como tú ha de tomar algo mas exótico— Y le pedí una caipirinha ¡nueve euros! ¿Estás bobo?
Le estuve contando mi vida adornada con diez mil tonterías. La tía se descojonaba de risa y yo no recordaba que entre mis muchas cualidades tuviese la de ser arrolladoramente simpático.
Le pagué dos caipirinhas mas, ¡otros dieciocho euros!, ¡definitivamente estás bobo! Pusieron música lenta.
—¿Bailas mi amor?— A esa altura yo estaba muy inquieto por las palabras que salían de mi boca.
Bailamos tan agarrados que temí en muchos momentos por su vida. Mi mano derecha se fue directamente a coger su culo con fuerza y mis labios a juguetear con su cuello y con sus orejas.
Acabamos en su piso, en su cama. De mi repertorio mejor ni hablar, ni yo mismo recordaba tenerlo tan variado e intenso. Ella como haciendo ejercicios de yoga, inmóvil y casi sin respirar. Jamás me había acostado con nada tan pasivo: hasta mi muñeca inchable es mas activa que ella.
Hoy mi cerebro me ha dejado muy preocupado cuando me ha dicho “nos vamos a casar con ella”.
(1) Eduardo Punset es un divulgador científico, conocido por su programa Redes de La 2, que en su libro “Excusas para no pensar” habla de experimentos neurocientíficos en donde se demuestra la “independencia” de nuestro cerebro en la toma de decisiones siendo éstas frecuentemente producto de nuestro subconsciente, o que el enamoramiento es una cuestión de la química del cuerpo.