Los primeros días de instituto después de las vacaciones se me suelen hacer muy cuesta arriba. Este año no ha sido diferente y, con la vuelta a las clases, han regresado también las noches de insomnio. Si a este proceso le unimos una sesión de terapia con mi psicóloga, se comprende que hace unos días me despertara en plena madrugada sintiendo una ligera aunque molesta ansiedad.
Como suelo hacer en estos casos, me levanté de la cama y me fui al sofá. No me gusta dar vueltas en la cama, por más que mi doctora opine que si me levanto es peor para volver a dormirme; y mucho menos me gusta cuando me siento agobiada, con ganas de llorar y, sobre todo, muy indignada por volver a sentirme de esa manera. Así que me arrastré hasta el salón y, estrujando un pañuelo entre las manos, me puse a llorar, de los nervios, el agobio y el enfado, valorando si no sería mejor dar rienda suelta a un instinto más genuino que me impulsaba a arrancarme a patadas con lo primero que encontrase.
Aquella noche los gatos habían decidido dormir en el salón, aunque normalmente duermen en nuestra cama. Seguramente se despertaron en cuanto me oyeron levantarme, y cuando me senté en el sofá, vinieron corriendo a mi lado para ver qué ocurría. Después de olisquearme un poco, S volvió a su camita; pero V se quedó mirándome fijamente, con esos ojos suyos que te tocan el corazón, y al poco se subió en mi regazo, apoyó sus patitas delanteras en mi pecho y se puso a ronronear con fuerza.
Hace mucho tiempo que V no se nos sube encima más que en contadas ocasiones, y con sus seis kilos de peso y su historial delictivo, tener sus colmillos a pocos centímetros de mi nariz resultaba bastante impresionante. Por un momento creí que mi pequeño acceso de ansiedad se iba a convertir en una crisis en toda regla, porque pensaba que si me movía V iba a morderme, y si no me movía, estaría temiendo todo el tiempo que V me mordiera. Al final, sin embargo, decidí relajarme y confiar en mi gato, que hacía muchos meses que no me mordía y que, además, llevaba varias semanas volviendo a comportarse como un cachorro cariñoso (crecidito, pero cariñoso).
Así lo hice y, al rato, me sentía mucho más calmada, con ganas incluso de cerrar los ojos para intentar dormirme. V me había transmitido una gran tranquilidad con su ronroneo, y un gran amor con su gesto. Finalmente volví a la cama, contenta, sin ansiedad ni enfado, y tras dar las vueltas de rigor, me quedé dormida.
En realidad, lo que pasó la otra noche no fue nada extraordinario. V lleva siendo mi compañero de desvelos desde que vino a vivir con nosotras. Cuando era un cachorro, se tumbaba conmigo en el sofá y me arropaba con sus diminutas patitas. Más tarde, cuando empezó a dormir en nuestra cama, no llegaba a cerrar la puerta del baño al levantarme cuando ya le oía bajar de la cama de un salto y correr a hacerme compañía. Por las noches, V siempre me mima, me ronronea, me acompaña.
A veces me pregunto si V sabrá que, cuando me levanto de madrugada, es porque me siento agobia, triste, alterada. A veces me respondo que seguro que lo sabe, y que se queda a mi lado para cuidarme, como cuando estoy enferma y no se mueve de la cama hasta que yo lo hago. Ignoro el mecanismo por el que un animal puede comprender nuestros estados, pero el caso es que lo hacen.
Evidentemente, un animal no es un ser humano. No te da consejos, ni trata de razonar contigo, ni te da ánimos; pero, a cambio, te transmite un amor y una serenidad de los que pocos humanos son capaces. Creo que es difícil entender esto si no se ha sentido la compañía de un animal en un momento delicado, pero, cuando tienes ese privilegio, no te queda ninguna duda de lo que está ocurriendo.
Aunque odie el insomnio, sé que hay momentos en que no podré evitar sufrirlo; me queda el gran consuelo de saber que cuento con un compañero de desvelos.
Encantada.