La maternidad siempre ha sido uno de los pocos hitos en la vida de una mujer ante el que no he sentido rechazo. Cuando era pequeña, me horrorizaban ideas como tener un marido o casarme de blanco; pero tener hijos, no. Tener hijos siempre me pareció deseable.
De pequeña, sin embargo, sentía aversión hacia los muñecos que semejaban un bebé y hacia toda su parafernalia, especialmente si era de color rosa. Así que me formé una familia compuesta por peluches, que cumplían a la perfección su papel de vástagos. Mis peluches tenían edades diferentes y la mayoría se sabían cuidar solos, excepto un pequeño osito de color verde pistacho que me llevaba al colegio para poder tenerlo controlado.
Todos los días lo vestía y envolvía en una mantita de bebé (heredada de un nenuco que pasó por mis manos sin pena ni gloria), para después esconderlo en el fondo de mi mochila. No le contaba a nadie que me llevaba a mi pequeño a clase porque consideraba que eso a nadie le importaba. Lo único importante era que el osito tenía una madre trabajadora que conciliaba su vida familiar y laboral como mejor se le ocurría. Recuerdo perfectamente cómo abría mi mochila disimuladamente mientras el profe explicaba y me aseguraba de que mi osito estaba bien; satisfecha con la comprobación, continuaba atendiendo tranquilamente.
Durante la adolescencia, mi deseo de ser madre se vio exacerbado. Todos los chicos que me gustaban eran "los futuros padres de mis hijos". No existía película romántica para mí si al final no comían perdices y la chica se quedaba embarazada. Parte de mi identidad se fue forjando bajo la idea de formar "un equipo de fútbol". Deseaba estar embarazada, fantaseaba frecuentemente con ello, lo quería en mi vida cuanto antes. Mis amigas, conocedoras de estas ideas peregrinas, me tomaban por loca.
Yo también me tomé por loca el día que empecé a tener relaciones sexuales con mi ex-novio y el amor de madre se vio superado por el pánico a serlo. La idea de quedarme embarazada me aterraba, vivía cada retraso (imaginarios todos) con auténtica agonía y la posibilidad de tener un bebé mientras estudiaba me hizo plantearme por primera vez acudir al aborto, algo que hasta entonces había jurado que nunca haría. Por todo ello decidí que la maternidad estaba muy bien, sí, pero a su debido tiempo.
Mi nueva racionalidad, sin embargo, se rompió en mil pedazos cuando descubrí que era lesbiana. Fue tal el terremoto que sacudió mi existencia, tales los nuevos retos a los que debía enfrentarme sin preparación alguna, que la maternidad se vio forzosamente desplazada a un segundo plano. Recuerdo cómo una amiga de la infancia me preguntaba por aquel entonces si todavía quería ser madre. "¿Madre yo?", le respondí. "Lo dudo mucho".
A medida que las aguas han ido volviendo a su cauce, no obstante, la maternidad ha vuelto a llamar a mi puerta. Primero fue una llamada suave, un mero recordatorio de su posibilidad. Poco a poco, sin embargo, su voz se fue haciendo más fuerte; sus golpes en la puerta, también. Hasta que ha dejado de conformarse con esperar en el quicio, traspasando el umbral y gritándome en el oído que existe, que ha venido para quedarse y que no se piensa marchar.
Y aunque no es un buen momento para tener hijos, aunque mi mente sabe que aún habré de esperar; mi cuerpo lo busca, mi alma lo anhela y mi corazón no se conforma. Por ello he decidido iniciar el camino, dándole nombre primero, para no romperme por dentro ante la posibilidad de ser y no ser.
Como todos los caminos, se sabe cómo empieza, pero no dónde irá a parar. Una incertidumbre que estoy dispuesta a asumir encantada.