La tarde ha iniciado su camino deslumbrante hacia el ocaso. El sol restalla sus mansos látigos sobre la ciudad. Una ciudad europea, como tantas, antigua, en la que todos están allí. Viniéndose encima. Todos están allí en el paso, la forma de sus narices, los ojos, los pómulos. Las livianas sandalias marroquíes, los sayos hindúes, los suaves mocasines italianos, el público de Goethe o de Shakespeare. El porte de los paraguas ingleses, las manchas en las manos de los veteranos condecorados. La templanza samurai, las cabezas rapadas, los pelos a rayas moradas y azules. Todos están allí, en el silencioso avance de la contrainmigración. La memoria del amor libre, los jóvenes andróginos aturdidos por las drogas. Los rostros negros, íconos del presente libre que podrían ser la indeleble imagen del exilio. Todos reconocibles, pero no conocidos. Ignorados ex profeso, caminando por la tarde rumbo a la noche pálida, hacia un descanso ansiado, hacia la sórdida tiniebla de la indocumentación, claramente documentada.
Y entre todos por escudo, de pronto, desde el este, apareció él, rodeado y nítido. Tan bello, tan unánimemente bello. Con sus rizos esponjándose alrededor de sus lóbulos. Sonrosado apenas, apenas dibujado, sosteniendo el recuerdo de las huestes milenarias de sus antepasados. Todo piel, todo tallo. Era como una acuarela de un paisaje toscano: brillante, fresco, liviano, intangible.
Miró el cielo frío. Ni una nube. El invierno austero y misterioso se ofrecía que una descomunal lengua acristalada. Y ese muchacho, una criatura apenas, disimulaba entre tantos su desamparo, haciéndose más transparente, en ese universo de rostros cetrinos, amarillos, sudamericanos, turcos, africanos, arios.
¿A quién podría importarle el paso de ese muchacho etéreo? ¿A quién? Sin embargo, él sabia que algún ojo, alguna mano, podría estar atenta en ese peculiar estado ansioso en que se encontraba ese mundo nuevo.
El era, a pesar de todo, un inmigrante con sus ojos claros, con su pelo casi blanco, con su altura y su esbeltez…aun era un inmigrante. Una herida insoslayable de discriminación y remordimiento inserta en la historia de aquellas tierras unidas, y sin fronteras. ¡Que paradoja! Ser tan joven, y tan viejo, como las mismas miserias imperiales.
Sin embargo, la tarde con su tibio sol restante, abrigaba a todos por igual. Esa luz manchada por los trazos de algunas sombras, como una gran madre, trataba de rescatar a esos transeúntes perdidos entre las diferencias indiferenciadas, agotados por la constante búsqueda de una identidad sobreviviente.
No hay frío más intenso que el que se lleva en el alma; ese que sorprende a las gentes errantes que, sin raíces, buscan su lugar en la Tierra.
Y él caminaba. Caminaba reflejándose en las pupilas de los ojos que azuleaban su negro, en el sudor helado de las frentes de ébano, en las mancuernillas de los señores de traje, en los vidrios de las ventanillas cerradas y en las gemas de los engarces. Y él caminaba tal lo prometido. Entre los vivos y entre los muertos. Entre las noches y las madrugadas.
¡Dios mío! dijo un viejo no creyente, ¿dónde demonios has estado? te estuvimos esperando. Tu madre llora desde hace años. A tu hermano lo mataron ¿lo sabes?
Si, viejo, lo sé. Por eso he regresado. ¿Dónde está el fuego? ¿Lo han encendido? Traigo conmigo el azufre…hay que prepararlo. Llegó el tiempo.
Si lo soñé mientras caminaba, mientras andaba por las calles de esa ciudad antigua, con el subconsciente de todas y cada una de las otras vidas pasadas y presentes rozándose al pasar… si lo soñé… ¿qué lo hace real?
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