Revista Diario

Mi padre y yo

Publicado el 15 septiembre 2010 por Karmenjt

De pequeña me gustaba que mi padre me acariciara cariñosamente la nuca. Lo solía hacer mientras mi hermana y yo hacíamos aplicadamente los deberes. En aquella época todavía tenía un poco de tiempo para ayudarnos en las tareas e intentar explicarnos las reglas de tres y los quebrados, aunque se empeñaba tanto en hacernos entender ejercicios que todavía no habíamos dado en el colegio que sus explicaciones nos resultaban demasiado farragosas. Y para que nos vamos a engañar, la enseñanza no era lo suyo.

Luego dejó de tener tiempo para nosotras, trabajaba mucho (como me suena esta escena) y además empezamos a volar solas. Pero todavía tenía puestas sus mejores esperanzas en nosotras (perdonar que hable en plural pero no puedo evitarlo cuando me refiero a mi pasado. Mi gemela y yo formamos un todo inseparable hasta los quince años).   

Su sueño era que acabáramos con éxito una carrera universitaria y nos dedicáramos a la abogacía, judicatura, notaría… sueño que no compartíamos ninguna de las dos. Acabamos el instituto, COU, el selectivo… y mi hermana escogió Bellas Artes y yo me decanté por Filología (quería ser traductora de inglés).

Ahí se le rompió el sueño, ya se había desilusionado hacía unos años: nuestra época hippy, esos amigos raros que teníamos, los novios que llamaban a casa y nunca llegaba a conocer… no éramos las chicas formales y serias que el hubiera deseado, y no entendía en que se había equivocado. Y siempre que tenía oportunidad nos martilleaba con los expedientes académicos de los hijos de sus amigos que habían acabado número uno de su promoción y que a nosotras nos tenía sin cuidado.

Y reconozco que le hicimos pasar una adolescencia realmente terrible. Rebelde e inconformista. No estaba preparado y había veces que estábamos semanas sin hablarnos. Ahora me pongo en su lugar y creo que yo no habría tenido ni la mitad de paciencia que él.

Luego vinieron buenos años para nuestras relaciones. Un buen trabajo, novio formal, mi primera empresa, su primer nieto… y cuando al final acepté su oferta de irme a trabajar con él en el despacho profesional que tanto esfuerzo le había costado levantar, su felicidad parecía completa. Parecía que por fin estaba orgulloso de mí, así que de vez en cuando me acariciaba la nuca con cariño.

Ahora ya no trabajamos juntos, se jubiló hace unos años y yo pasé a dirigir el despacho con un nuevo socio. No le gustó jubilarse, y tampoco dejar la mitad de su empresa en manos de un “extraño”. Desde entonces, nada le parece bien.

Y eso que me esfuerzo no solo por mantenerla como él la dejó sino por mejorarla, cada día, durante muchas horas de trabajo, muchas noches, durante horas de insomnio… pero no sirve de nada.

Sigo sin conseguir su aprobación. Y me conformaría con su silencio, hasta su indiferencia. Pero su continua crítica, su desaprobación  manifiesta… me pueden.

Ya no pido que me acaricie la nuca. Me basta con que deje de pisotearme la autoestima.


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