Muchas miradas de lástima, de tristeza disimulada con bromas absurdas, de caras de preocupación y otras de incomprensión. Si me pedís que lo contabilice en días, tres semanas. Tres semanas desde que había perdido mi pierna. Me dolía cada día, y nadie de mi alrededor comprendía que agarrase con fiereza el colchón donde antes descansaba ella. Se llamaba síndrome del miembro fantasma.
No es una historia dramática. No era corredor, ni siquiera disfrutaba caminando, así que era una pérdida menor. Por supuesto, cuando decía esto en alto, la gente se escandalizaba. Estamos tan acostumbrados al drama, que desdramatizar es herejía.
Me dieron el alta, elegí que fuese en secreto. No quería a un rebaño de idiotas ofreciéndose a ayudarme o llevando mi silla de ruedas.
Los obstáculos arquitectectonicos eran evidentes. Todos habíamos escuchado alguna noticia en la que se demandaban más rampas o mejor accesibilidad en edificios públicos. Tenían razón.
Me despedí de mi pareja con un mensaje de audio. No soportaría que ella me mirase con pena o se quedase a mi lado por compasión. No tenía pierna, pero no era gilipollas.
Mi piso olía a cerrado. Quise abrir la ventana, no llegaba desde la silla, intente levantarme, me caí. Cuando desperté un húmedo camino de sangre ya coagulada recorría mi brazo. Entonces, en el frío suelo, me di cuenta de que iba a ser duro, de que, me gustase o no, necesitaría ayuda y apoyo. Entonces lo decidí. Me compraría un perro.