Mi pueblo en domingo , Lydia Carabajal

Publicado el 11 noviembre 2011 por Adriagrelo

 
Mipapá es muy estricto y era peor cuando vivíamos en Quesada. Yo tenía ocho añosy lo llamaba “el pueblo almidonado”. Les voy a contar cómo era un domingo allá.
Reunidosa la mesa del desayuno, papá solía nombrar al Dr. Somoza, el abogado del lugar.Siempre circunspecto, de joven había querido ser músico. Escondía un espíritusensible y entraba en estado de fascinación cuando iba a algún concierto, aescondidas de sus rígidos progenitores. Ellos tenían pautado para él otrodestino, que finalmente cumplió. Heredó de sus padres un carácter estructuradopor demás, que transmitió a su descendencia. Tenía dos hijos mellizos quedesconocían la calle, contemplaban la vida por la ventana de su habitación, conlibros en sus manos, pelo engominado en exceso y una expresión que no denotabafelicidad. Observaban los juegos de los niños afuera y guardaban cierta inquinahacia su padre, que les tenía prohibido “juntarse con la chusma”, a fin de noadquirir sus desagradables costumbres. Nunca se resquebrajaba su almidonadaexistencia. Eran niños de perfecta conducta social pero con una enormetristeza.
- ¿Vieroncómo los chicos Somoza se comportan? Tienen buena conducta y siempre estánestudiando. Así quiero que sean Uds.- Papá, ¿te fijasteque esos niños nunca ríen? No queremos ser como ellos, nos gusta divertirnos
Elloseran lo que debíamos ser. Con esa frase cerrábamos el desayuno.  Luegoa Misa de siete. En el primer banco se encontraban Evaristo y Lucrecia Somoza yarrodillados a ambos lados del Padre Horacio, Manuel y Antonio, los mellizosque oficiaban de acólitos. Nosotros seis, en el banco de atrás. Doña Lucreciaparecía sostener la bandejita de la comunión como si estuviera sirviendo el téa sus almidonadas amigas, sin manifestar ningún fervor religioso. Así pasábamoslos fines de semana de todos los meses y todos los años. Pero hubo un domingodiferente. Salíamos de la Iglesia y en el atrio nosotros en fila esperábamos aldoctor, su esposa y sus hijos, para invitarlos a cenar a casa.
-EstimadoDr. Somoza y encantadora familia, desearíamos tener el honor de compartir unacena con Uds en nuestra modesta casa – dijo mi padre - dígame cuándo les seríaposible.-Muy amableIgnacio, con mucho gusto iremos, ¿le parece bien el próximo martes?
Yo notenía la mínima gana, porque presentía que papá iba a estar especialmenteobsesionado con el cuidado de modales, vestimenta y posturas. En ese mismoinstante y lugar decidí suspender la invitación y anoticié a mis obsecuentes padres y a susejemplares invitados que mis hermanos y yo considerábamos aburrido y humillanteservir al cura en la Santa Misa todos los fines de semana. Seguido a eso, me saqué loszapatos, dejándolos en las manos de papá, quien pálido y boquiabierto,enmudeció; me calcé unos botines para ir a jugar a la pelota con Juanjo, toméunos pesos de la canasta donde se dejaban las ofrendas y me fui, revolviéndomeel pelo para sacarle la gomina y cabeceando la redonda que llevaba bajo elbrazo.