CUPIDO DESCORDINADO
El muchacho la miraba con cara de devoción, llevaba ya tres años tras ella y aun no lo registraba. Ni sus intentos por simular que la casualidad los llevaba a los mismos sitios; ni sus cartas de amor anónimas, en cuyo reverso no faltaba un número de celular (al que por supuesto ella jamás llamaba), despertaban de algún modo su interés. Esa tarde estaba sentado a tres mesas de la chica de sus sueños, en una cafetería céntrica donde se reunían los chicos de la universidad para llevar a cabo sus tertulias literarias. Se sentía ridículo cada vez que pensaba en que se había unido a este grupo, al que consideraba estrafalario, sólo para intentar conocerla más; hasta llegó a leer un poema de Neruda en público, con la fobia que le daban las multitudes y el verse expuesto, y ni así lo notó. —Disculpa, chico —le dijo un anciano, de unos ochenta años, que le recordó a uno de esos ricos empresarios retirados que dedican el tiempo libre a concurrir a todos los eventos sociales habidos y por haber. El hombre vestía con elegancia, no le faltaban ni la boina ni el pañuelo al cuello, tampoco el clásico vaso de whiski en la mano. Lo que no entendía era qué hacía un hombre como ése en esa simple tertulia de cafetería—, ¿serías tan amable de cambiarte para aquella mesa? —continuó, ajeno a los pensamientos del muchacho, y señaló tres mesas más a la derecha, al tiempo que lo miraba con sus ojitos azules e inquietos. En vista de que no le significaba ninguna molestia el chico accedió y el apuesto anciano volvió al mismo lugar desde el cual, momentos antes, el muchacho le dificultaba la visión. La tertulia aún no llegaba a su fin pero el desesperanzado enamorado decidió irse y olvidarse del tema de una buena vez. Iba por la esquina cuando le pareció oír que alguien lo llamaba, al girarse vio al anciano de la cafetería que venía casi a la carrera sujetándose la boina. —¿Estás loco? —le increpó, al tiempo que se acercaba con visibles signos de estar enfadado y respiraba con dificultad debido a la corrida—. No puedes irte ahora, llevo tres años intentando acertar alguna maldita flecha en esa muchacha que te trae loco —continuó, mientras apoyaba sus manos manchadas en sus viejas rodillas para intentar recuperar el aliento. El muchacho no salía de su asombro luego de que el misterioso hombre le mostrara el contenido de la alforja que llevaba colgada a la espalda, en la cual no había reparado hasta el momento, y en cuyo fondo descubrió un pequeño arco y muchas flechas con puntas en forma de corazón. —¿Podrías ayudarme a mantener el arco algo estable mientras apunto hacía ella? Sería una buena forma de combatir el temblor de mis cansadas manos y para que, al fin, todos nos podamos ir a casa satisfechos —. Hizo una pausa y apoyó la mano en la frente rojiza, luego se alisó con coquetería el poco pelo blanco que tenía—. Uf, estoy tan cansado, cada vez me cuesta más hacer que las personas se enamoren…
Febrero 2012