Mi tía Julia y nuestros mundos

Publicado el 27 mayo 2011 por Almargen

Domingo, 15 de mayo, día de nubes y claros en el que Madrid celebra un San Isidro entre electoral y lúdico. A las pocas horas de volver del valle y tras un largo paseo por uno de los parques del barrio, veo un mensaje en el contestador automático, ese aparato cuyo uso se va limitando bajo el dominio del teléfono móvil. Lo escucho y alguien me comunica que mi tía Julia ha fallecido, que sus restos estarán a partir de determinada hora en el tanatorio. De pronto, inmerso como estaba en preocupaciones colectivas como la actualidad electoral o la inminente presentación del primer volumen de la obra completa de Javier Egea, me encontré de bruces con la intimidad. Con la memoria más honda y callada. Hacía décadas que, ocupado en mi vida personal y mi propia familia, que mantenía a mi tía Julia en ese desván semioculto que todos tenemos en el corazón y donde reposan rostros y nombres que jugaron algún papel en nuestra vida. Sin embargo, ese día, en que comenzaba el movimiento Democracia real ya, volvió mi tía Julia. Y volvió su mundo, un mundo que en parte fue mío y que creía olvidado para siempre.

La casa estaba situada en una bocacalle que,entre las estaciones de metro El Carmen y Quintana, salía a Alcalá, en esa zona híbrida en la que nacen las calles que van hacia el barrio de la Concepción o hacia La Elipa, espacios hoy digeridos por la urbe central y entonces, en el tiempo de mi tía Julia, extrarradio puro y duro.
Mi tía Julia, en la que siempre he pensado cada vez que he leído el título de la conocida novela de Mario Vargas Llosa, era costurera, o modista, trabajaba en su casa, tenía dos hijos y quedó viuda muy joven. Su marido murió con treinta y ocho años, a mediados de la década de los sesenta, y con ella, en una casa con patio de vecinos cercana a la entonces llamada Carretera de Aragón y hoy calle de Alcalá, vivían mis dos primos, declarados huérfanos de un día para otro. Mi tía Julia representó a una multitud de mujeres que, como mi madre, como tantas otras mujeres "niñas de la guerra" tuvieron que renunciar a la vida en aquellos años.O al menos a un vida completa y visible.  Mi tía Julia llenó una parte de las tardes de mi infancia y para mí ha sido siempre la más concreta representación humana de la calle de Alcalá, del tramo que cuando yo era niño todo el mundo denominaba carretera de Aragón.
Recuerdo las tardes de verano en el patio, bajo una inmensa higuera, jugando con mis primos, leyendo tebeos y novelas ilustradas,  mientras mi tía recibía a potenciales clientas a las que tomaba medidas para futuros vestidos, o abrigos, o trajes de chaqueta. A veces, mi madre la ayudaba y, a la vez, aprendía los trucos de la confección, del corte, de una sastrería casera que, en aquellos años de precariedad económica, tenía algo de tabla de salvación. De esas tardes me han quedado palabras con un trasfondo entrañable: sisa, manga ranglan, percal, tiro, jaboncillo, punto de cruz... Mi tía Julia tenía la voz algo chillona, le gustaba bromear y durante largos años fue la tía viuda y todavía joven que aparecía en las reuniones familiares, muy habituales en aquella época en que los primos éramos niños, estábamos descubriendo el mundo y ellos, nuestros padres, eran jóvenes.  Reconozco que, ya en la adolescencia, me pregunté por el mundo que podía ocultarse tras su condición de viuda. Me llenaba de curiosidad cómo sería su vida íntima, pensaba en posibles amantes, en la eventualidad de que conociera a otro hombre y volviera a casarse. Y, al pensar en ello, pensaba también en mis primos, en cómo vivirían la condición de viuda todavía joven de su madre.
Junto a ello, del mundo de mi tía Julia recuerdo, sobre todo, mis salidas, con ella y con mi madre, a la calle de Alcalá, un hervidero comercial en expansión que tenía algo de Gran Vía improvisada para los barrios de los alrededores: Elipa, Concepción, de la Alegría, San Pascual, Canillejas, San Blas, Vicálvaro... Tiendas de bolsos, zapaterías, tiendas de confección para niños, señoras, caballeros, peluquerías, cafeterías iniciáticas (después serían los primeros sandwiches, las primeras cañas) y, sobre todo, cines. Aquel era, para mi tía Julia, para mis primos, para todos mis amigos del colegio, el territorio mítico donde la magia del cine tomaba tierra. Nombres como Mundial, Lepanto, Ventas, Aragón son inseparables de mi educación sentimental. Eran puertas a otros mundos, escaparates llenos de afiches, de carteleras que hoy vuelven a mí con el olor a ozono y lavanda que, en salas y vestíbulos, edulcoraba la acritud de aquel tiempo. Estaban allí, como seres vivísimos, esperándome a muy pocos metros de la casa en que mi tía Julia pasó gran parte de su vida. Hoy, como ella, han dejado de acompañar a los paseantes de la vieja carretera de Aragón.
Mi tía Julia falleció el pasado 15 de mayo. Como me dijo otro familiar por teléfono: "Julia nos ha dejado". Con su marcha compruebo con cierto vértigo cómo está a punto de extinguirse, en mi entorno familiar, la generación de "los niños de la guerra". Sólo vive, al día de hoy, la que fuera hermana menor de mi padre. Los demás, todos, nos han dejado. Una generación que se extingue: de nosotros depende preservar su memoria. La memoria colectiva.