El reinicio de vida fue un proceso lento y pausado, casi invisible, porque no había ningún plan concreto ni noté brusquedades a pesar de las diferencias externas. Me sentía en casa, la rutina siguió tal como iba. A la semana chapurreaba gallego y oído y escrito lo entendía a la perfección. Lo más radical de la mundanza fue esa idea repentina de desprenderse de los textos, un símbolo de mi compromiso en la reescritura de páginas frescas y nuevas para moverlas con el proceso adecuado en vez de los juegos florales de cualquier localidad. Búsqueda de agente literario, de editor, tomárselo un poco en serio hacia fuera.
Los cambios fundamentales ocurrieron, sin embargo, justo antes del traslado. Algo había hecho clic en alguna parte aunque no era capaz de explicarlo. Por un lado, sin proponérmelo ni decidirlo de forma consciente, la actividad mental volvía a girar en torno a los párrafos inspirados y literarios en vez de comunicados de prensa, noticias o argumentarios de venta para promociones. En mis primeras "vacaciones" en más de cuatro años de trabajo ajeno escribí un libro nuevo en apenas una semana; fue
Justo antes del traslado, también, el nivel de agotamiento profesional alcanzaba su grado más alto, con la paradoja de tampoco ser capaz de verlo y considerar que estaba bien. Creía ser inmune al daño de la experiencia en el último trabajo para un medio malagueño, era fuerte como para resistir un poco de estrés agudo mantenido todos los días por demasiados meses hasta hacerse crónico, fuerte para tirar adelante con falta de pagos y una carga laboral duplicada al punto de conseguir la trilocación cubriendo tres o cuatro actos simultáneos en distintos lugares, grabar las declaraciones de sus protagonistas micrófono en mano y correr a la oficina para la edición de los vídeos en cubículos informáticos -sin aire acondicionado, a los 40ºC reales del exterior- para que las imágenes entraran a tiempo en el informativo diario. Creía ser inmune, sí, incluso ante el pasotismo de los recursos (consultores laborales, abogados, sindicatos y la propia asociación de periodistas) cuando pedí ayuda ante las irregularidades legales también existentes. Para todos ellos, mejor encogerse de hombros y buscar otra cosa porque no merecía la pena reclamar esos derechos, ya encontraría otra cosa. Lo decían en plena crisis con ninguna oferta a la vista. Inmune a otras cuestiones, como hacer que no pasaba nada en un entorno agresivo donde todos los días la jefatura recordaba a gritos que éramos profesionales gilipollas, aunque dicha jefatura no tuviera la carrera de Comunicación ni similar y los trabajadores sí. Qué importaba, los periodistas somos unos tipos duros que siempre están fumando, ¿no era encima que pretendía ser corresponsal de guerra?
Quise creer que el estrés más el año entero posterior de trabajos por horas lo había tragado como un vaso de agua sin consecuencias. Ahora estaba en un tierra adoptiva que en las primeras semanas ofreció todo tipo de posibilidades. Si bien al final no se concretaron -como profesora en una academia de audiovisuales o un papel en un montaje teatral infantil- supusieron el fuerte contraste de una esperanza inaudita, porque en mi tierra natal ni compañeros o conocidos, ni antiguos profesores, nadie de comunicación o relacionado abrieron una sola mano, el rastro siquiera de mover un dedo, ni en mi sector ni en cualquier otro durante más de un año, mientras en la nueva tierra sin contactos de ningún tipo parecían abrir las puertas de inmediato.
Llegaron oportunidades de supervivencia -promociones comerciales fin de semana, la pesca de socios de ONG entre paseantes ociosos de la calle o tutora de extraescolares audiovisuales para niños- hasta que apareció la oferta en un medio de comunicación. Ya casi había olvidado que no era una promotora azafata, quizá por la existencia de este blog como amarre a la tarea de fijar temas para artículos (otra cosa es que acabara por publicarlos o no) sin perder la disciplina del redactor de prensa. Y en las horas diarias de contacto entre autores y el mundillo literario a través de las redes sociales. Como tantos otros compañeros de comunicación/literatura, desplegué una intensa actividad con un delgado equilibrio entre la actualidad y lo cotidiano-privado como entretenimiento: enlaces de noticias, opinones sobre temas candentes, novedades literarias, anécdotas personales.
Con un sueldo decente al mes, una jornada dedicada a la lectura y seguimiento de noticias en las redes, a actualizar constantemente la web del medio y a la locución de un informativo radiofónico dos veces al día, la culpabilidad respecto a escribir sin descanso aflojó tanto como para apuntarme a mi primer taller literario, dirigido por un autor en activo, admirado personalmente en su escritura. Esto ayudó a enfocarse en una nueva obra que, esta vez sí, seguiría los cauces normales tal y como funciona el mundo editorial, sin esperar a un etéreo e improbable concurso literario. La primera obra oficial de la segunda etapa.
Y todo iba bien. Y todo estaba en calma. Como la mejoría aparente de un enfermo justo antes de fallecer.
Descansaba sin saberlo encima de ese lago de petróleo que sólo necesita de una chispa para que estalle. La oportunidad de volver a un medio tres años después era, en la práctica, otro trabajo que rozó los mismos patrones que me dejaron exhausta en mi tierra de origen: retrasos en el pago del salario, las dudas sobre la renovación de contrato, el uso o desgaste del tiempo. Otra vez consulté con asesores jurídicos para llegar hasta el final en las opciones disponibles. Aunque no hicieron falta. Cartas de recomendación incluidas, con retraso pero pagaron. El contrato no se renovó porque el propio medio no tenía para mantener a sus trabajadores, pero todo estaba bien. De estas consultas recibí otra sorpresa: los asesores del norte apuntaron lo que podía haber hecho legalmente en los empleos fraudulentos que llevaba a las espaldas, qué tendrían que ver el tipo de profesión o la edad, en contra de ese estilo pasivo-inactivo de mi tierra y sus los contratillos para jóvenes (y encima periodistas) son así, para qué denunciar.
Se abrió entonces el interludio por el que había transitado más de una decena de veces en los últimos años, la búsqueda de algún empleo. Un periodo familiar al que estaba acostumbrada. Ya visto, ya experimentado, ya sufrido, nada nuevo. Pero entraron en acción los efectos totalmente inesperados de la indefensión aprendida.
De un día para otro empecé a despertar con un cansancio extremo que no procedía de ningún lugar físico. Cada día, ya en el primer segundo de conciencia tras el sueño, me aplastaban abrumadores sentimientos de inutilidad e impotencia personal. La tarea era más grande que en todas las ocasiones anteriores. ¿Cómo iba a cambiar de profesión en apenas una o dos semanas? El Periodismo se estaba muriendo. Mis cinco minutos de fama ya los había tenido como cámara, presentadora y redactora, en medios locales que cerraron por la crisis. ¿Cómo iba a luchar contra la edad? Antes del fin de contrato, en previsión del cambio, y ahora en paro efectivo, estaba descartada automáticamente en todas las opciones de supervivencia, tenía 34 años y sólo ofertaban para perfiles menores de 30. Igual que otros tantos millones de parados con la crisis, por el hecho de necesitar un modo de vida no iban a seleccionarme porque sí, ni podía competir en una tierra nueva frente a trabajadores con experiencia de 5, 10 o más años en hostelería o limpieza frente a mi experiencia inventada, o de canguro sin referencias. Tampoco pasaba de periodista rasa, sin firma reconocible, y como tantos otros no iban a ofrecerme una oportunidad porque no era nadie. Por supuesto, la idea de trabajo freelance estaba fulminada de raíz, en los sucesivos medios y productoras me habían enseñado que mi trabajo no valía nada una y otra vez, no estaba capacitada para ofrecerlo por mi cuenta.
La extraña sensación de cansancio se hizo cada vez más densa porque empezó a alimentarse de otra idea: mis esfuerzos repetidos a todos los niveles no habían servido para alcanzar una estabilidad material, cuya falta significaba la imposibilidad de volcarse en todos esos proyectos de corte artístico/creativo que podría realizar (me habían dicho desde siempre) cuando fuera adulta. Es decir, cuando fuera mayor podría vivir, y estudiar la segunda, tercera o las tantas carreras universitarias que quería, y trabajar diariamente creando cosas. De tener familia propia e hijos deseados ya ni hablemos, total falta de recursos para darles de comer. No habían servido los desvelos, ni dejarme la salud, los derechos laborales ni la falta absoluta de vacaciones por encadenar empleos temporales consecutivos en distintas empresas. Ni siquiera migrar 1000 kilómetros y cambiar de aires.
NADA.
Y ese cansancio cada vez más espeso mutó en una angustia de tiempo perdido a profundos niveles existenciales. Estaba desconcertada ante el proceso de inercia que me había llevado a ese punto vital no deseado ni elegido, sobre el que no tenía control alguno y que no me pertenecía. No era esa la vida que quería ni entendía bien el proceso por el que me había transformado en un individuo completamente pasivo y desconectado de sí mismo. La cuestión es que no había hecho nada de provecho con mi vida, arrastrada por los trabajos consecutivos donde había sido elegida de forma azarosa, muchas veces porque faltaba gente para cumplir las cuotas para una campaña promocional de una ETT y yo estaba ahí con mi candidatura vía Infojobs y tenía que aceptar para mantener mi estructura familiar, mientras esperaba la respuesta de este o aquel medio de comunicación para unirme a sus filas o coincidía con las etapas también en paro de la pareja. Empecé a dudar si ese esquema en el que me había empeñado no sería una imposición social ajena a mí en la práctica e incrustada por la educación, algo que absorbí como lo-correcto-que-debe-hacerse, el esquema de la dirección única de la vida (estudios-te putean como becario-aguantas callado-avanzas, consigues algo gracias al esfuerzo y tesón y al silencio) porque vivía en una progresión ilógica, la incoherencia de andar hacia atrás e involucionar, por mucho esfuerzo que hubiese aplicado. Las cifras objetivas eran un bofetón de absurdo: por "trabajos" y contratos a media jornada como estudiante, destinados a ahorrar para algún capricho extra como regalarle una chaqueta o un viaje al noviete de turno, percibí unos salarios mensuales superiores a los que ofertaban ahora, 15 años después, cuando ya no eran lujos sino necesarios para poder comer y vivir.
El cansancio mutó entonces a un tercer estado más peligroso: todo el dolor reconcentrado por años se me vino encima. Todo aquello apartado como "nada más es el periodo de la adolescencia", o incluso, "nada más es la infancia, esta niña es así", que cambiaría al madurar como si todo fuera un defecto, era falso. Seguía pensando y sintiendo lo mismo que 20 años atrás, que 30 años atrás, no había cambiado nada de mi estar en el mundo, sólo acumulaba horas de experimentar en primera persona realidades teóricas. Como conducir mi propio coche. La crisis económica no era excusa suficiente, no se trataba del azar por malos empleos/jefes/circunstancias, que también, sino que la esencia de lo que yo era seguía siendo la misma bajo la costra de lo aceptable, y esa esencia no encajaba (como no lo había hecho nunca) con el mundo externo a mi alrededor, aunque durante toda esa serie de años hubiera insistido en ser normal como el resto disimulando lo mejor posible, tapando esa diferencia espectral que me perseguía como un halo a todas partes sin poder identificarla del todo.
En ese momento la negación explotó por completo.
Ese instante de horror infinito, que nos ocurre alguna vez en la vida, cuando la realidad hace visibles todos sus ángulos y te cagas patas abajo. El momentazo Neo sin cejas despertando de Matrix se queda corto cuando se derrumban los velos de normalidad que has sostenido como relato de las cosas. En mi visión sin filtros me di cuenta que no había salido de la precariedad en ningún momento desde que terminé la universidad, buscando de un trabajo a otro algo mejor que nunca llegaba. En esa sociedad idílica contada por los medios vivía realmente muy por debajo del umbral de la pobreza, una ciudadana de tercera que sólo había presentado la declaración de la renta en un único ejercicio fiscal como (falsa) autónoma y el resto no llegaba nunca al mínimo legal, dependiente de las ayudas familiares para comer la mayoría del tiempo cuando en teoría debería vivir bajo un puente porque las cotizaciones y altas legales tampoco daban derecho a ninguna prestación. Y todas las empresas que había pisado se las apañaron para trampear la ley o vulnerarla por algún costado cada vez que podían. Incluso, matemáticas en mano, ya no tendría derecho ni a jubilación aunque me contraran al día siguiente a jornada completa. No había podido construir ni decidir nada, más que dejarme arrastrar por las decisiones empresariales de terceros que elegían mi destino a su antojo, las horas de vida e incluso influían en mi salud. Mentalidad absoluta de empleada-esclava.
Sin contar las odiosas comparaciones, antiguos compañeros de escuela que tenían ya su casa, primeros hijos, los muebles salvados con sus pequeños negocios que iniciaron antes de la crisis, o por supuesto mis propios padres que a la misma edad que yo tenían hijos criados que hasta falsificaban su firma en autorizaciones para presentarse a concursos nacionales de novela.
Cuando quise darme cuenta, llevaba un mes completo sin salir de casa ni un solo día, con el horario cambiado. Vivía de noche, sentada frente a la pantalla del ordenador y con una dieta compuesta de cuatro cafés con leche, un par de sándwichs mixtos y dos paquetes de tabaco por noche hasta el amanecer.
No tenía fuerzas para seguir con una existencia carente de sentido e incoherente al 200%, ni modo alguno de que nadie lo entendiera. A mi pareja le parecía otro período normal entre trabajo y trabajo, como las diez y pico casi veinte ocasiones pretéritas que sumaba con todos los minijobs y trabajos temporales encadenados. Revisaba ofertas de empleo de toda clase y sectores, en las que descartaban mi candidatura al día siguiente sin opción siquiera a una entrevista personal. Revisaba propuestas directas a las empresas, no contestaban a ninguna ni siquiera para decir que no. Revisaba las redes, con un exceso de jóvenes autores que se prodigaban en ese momento, aparecían en entrevistas todo el rato, promocionaban sus nuevos libros y opinaban tonterías sobre la inspiración, la actividad escritora, la necesidad de vivir pegados a un teclado o un bolígrafo. Eran auténticas tonterías porque, al fin y al cabo, tenían contrato editorial y obra publicada, de qué se quejaban. Esa información aumentaba mi dolor del tiempo perdido hasta el infinito, ya que los autores tenían poco más de 20 años y estaban empezando; a la edad en que otros empezaban, yo casi había abandonado porque antes llevaba encima otra década infructuosa sin que me tomaran en serio. Y porque no tenía amiguitos en ninguna parte a los que les interesara mi labor. Bienintecionados conocidos que sufrían mi actividad por redes sugerían que hiciera propuestas a distintas publicaciones online como redactora (esas empresas que ni contestaban) o que enviara material a editoriales, tanto que ironizaba sobre el mundillo literario. Ninguno entendía el dolor infinito que pesaba tras esa actitud pública. No era ego ni envidia, ni competencia ni algo que se arreglara en un momento, sino años vitales que desperdicié en sentimientos de culpa, pensando que mi hipergrafía (y otras explosiones creativas en otros campos) eran fallan graves de mi persona en su conjunto, no había aprendido cómo capitalizarla ni estaba en disposición de hacerlo con las tripas rugiendo de hambre en ese momento y sin perspectivas para el mes siguiente. Y una soledad absoluta porque no era la simple superficie de estar en paro.
Y en relación con la soledad,
resultaba patético que, por ejemplo, las relaciones actuales por redes con gente lejana, en torno a la actividad de la escritura (críticos, reseñistas, autores de mayor o menor relevancia) fueran de alguna manera más estrechas y reales que la actual con mi pareja o las que me habían tocado en los años precedentes durante mi desarrollo. Toda mi existencia estaba compuesta de relaciones superficiales o de contexto circunstancial, que cambiaron al son de los cambios (del colegio al instituto, después a la facultad, después entorno laboral) y nadie se acordaba después de mí, como tampoco había tenido una tribu de la que me sintiera realmente parte, por mucho que saliera, entrara, acudiera a fiestas o actividades. Sólo en poquísimas relaciones de amistad íntima y en las relaciones de pareja me había mostrado realmente como era, aparte de en familia, o había sentido que me encontraba entre pares homólogos en su totalidad. Pero como digo, en ese momento no echaba de menos algo que nunca había existido.Por encima de todo esto, la doble vergüenza de quejarme como una idiota ante problemas irreales. ¿Qué creía que estaba haciendo? No pasaba de una maldita niña pija con sentimientos de inutilidad, quién era para quejarme de nada, con salud perfecta, techo y comida, en un país estructurado donde podía pasear por las calles tranquilamente si quisiera salir de mi escondite, ¿qué hacía quejándome de gilipolleces? ¿y la suerte que había tenido de una vida fácil, dedicada al estudio, sin pasar nunca penalidades? Si en ese momento morían centenares de personas en el planeta por cosas graves y en condiciones paupérrimas, ¿acaso creía que mi situación por debajo del umbral de la pobreza y sin derecho a ayudas de ningún tipo por las estafas laborales era real en la práctica? ¿que no tenía detrás la ayuda familiar para no acabar en la puta calle, a pesar de mis ingresos de cero absoluto?
El pensamiento positivo no sirvió de nada, sin embargo. Era doblemente inútil por blanda. Tenía que intentarlo una vez más, envíar más currículos, ir a más sitios en persona, como en todas las ocasiones anteriores. Pero la energía estaba desaparecida. Una especie de culpa vergonzosa por estar tan mal sin estar tan, tan mal de forma objetiva, como si no tuviera derecho al cansancio.
Este torbellino de pensamientos que se repetía cada noche -mi vida cotidiana- se decantó pronto hacia un lado. Nadie iba a devolverme el tiempo perdido, desperdiciado, no podía revertirlo ni cambiarlo. Contra los discursos buenistas de emprendimiento y cambios de vida, que eran ejemplos de gente con trabajos bien pagados y familia propia y casa y perro, pero aburridísimos, que lo mandaban todo a tomar por culo un buen día para buscarle sentido a su vida en otro rumbo, quizá de carácter humanitario o espiritual, pero con sus ahorros bien hinchados en el bolsillo, yo no tenía nada. Así cualquiera se hace emprendedor. Ni siquiera se me había ocurrido nunca ser periodista cultural ni dedicarme a reseñar libros de otros, tanto que estaba centrada en producir libros durante dos décadas. Tampoco correcciones en una editorial, ni nada por el estilo. Durante años sólo fueron batallas silenciosas, negando mi existencia (proyectos, ideas, inspiraciones, dibujos, composiciones musicales, relatos, poemas; con seudónimo porque no van a tomar en serio la obra de quien desde fuera sólo era una niña) pero sin poder dejar de hacerlas por una fuerza mayor desconocida. Que había tenido éxito al enredarme en trabajos que lo consumían todo hasta dejar libre apenas unas horas del domingo, cada semana, y entonces esa fuerza mayor había entrado en coma (o mejor: estaba ya muerta) con la satisfacción de que así hacía lo-que-debía-hacerse. Así tenía un contrato, así un sueldo fijo, así mantenía a mi pareja y a mí. Aunque los sueldos fueran ridículos y las condiciones traspasaran muchas veces la legalidad. Pero era algo maduro que contenía esa energía, la misma que se estaba revolviendo para presionarme con intensidad insoportable. En un mundo especializado, para más vergüenza, había desempeñado varias profesiones diferenciadas dentro del arco de la comunicación (presentadora, cámara, realizadora, fotógrafa, diseñadora gráfica, guionista, actriz) y ya no tenía claro si hacía un poco de todo pero lo hacía mal, terriblemente mal, en vista de que todos hacían mucho de un poco y con eso obtenían su sueldo y vivían. Tan pronto pensaba que los grandes premios literarios son operaciones comerciales donde la meritocracia es lo que menos importa y una niña-adolescente desconocida y sin agente literario nada tenía que hacer, como concluía que, a pesar de la industria editorial, si ni un escrito en veinte años había conseguido nada era porque no pasaban de basura mediocre.
Como fuera, ahora estaba completamente bloqueada. Era adulta y no había aprendido cómo hacer de toda esa energía mi trabajo real. No tenía escapatoria.
Aunque nadie me había dicho explícitamente que no podía hacerlo. Era que...
que...
(y aquí entraban tantos años de espiritualidades o meditaciones varias, por mucho estado zen al que accediera y desapego del vaso de café por unos minutos de madrugada, siempre aparecía la misma conclusión irresoluble)
... era que todo proyecto o idea creativa surgió siempre de forma tan natural, espontánea y sin esfuerzo, tan estructurada y acabada, pero me habían machacado tantísimo con que los tiempos del mundo eran diferentes, y que era preciso esperar a un futuro, con la inexistencia de modelos en los que fijarme (todo eran señores) o con modelos de artistas inspirados que acababan destruidos de forma trágica por problemas económicos, mentales o ambos sin poder detener el impulso de crear (y eso es el único terror ancestral que conservo) que al final me habían convencido para no tomarme en serio, había dejado que me frenaran la vida y reducir la marcha, hasta un 10-20% de mi velocidad real. ¿Cómo era posible haberlo tenido todo tan claro desde hacía 30 años y, sin embargo, acabar arrastrada por la inercia externa? Incoherencia insoportable. Me había dejado convencer para echar el freno como muestra de educación protocolaria. Ese futuro del que hablaban no aparecía y ahora era tarde para una vida plena o que mi existencia humana tuviera sentido. Y ya había consumido la mitad, con una esperanza de vida optimista de 60-70 años.
Fue en ese instante de análisis cuando perdí la última batalla. Y la guerra.
Decidí que no tenía sentido seguir peleando porque no había solución, estaba mejor muerta. Bastaba encontrar cómo de la forma más efectiva, rápida e indolora posible. Para redundar en lo absurdo del mundo, ni siquiera tenemos libertad suficiente para elegir el momento exacto de morir y se sigue considerando un delito.
Mi pareja lo veía como un periodo normal de tantos otros con el horario cambiado. Y creía entender conceptos superficiales de envidia, fama o éxito con el tema de la escritura cuando intentaba expresar toda la parrafada anterior y el dolor cristalizado durante más de 30 años de ajenidad al mundo.
Sería ridículo.
Por otro lado, la pérdida de mi instinto de supervivencia sustituido por el impulso de muerte me llevó a investigar sobre la depresión. Con vergüenza, admito que tenía todos los prejuicios populares sobre lo que es. Pensaba mi dolor ni siquiera puedo nombrarlo como tristeza, no tiene lágrima alguna. Y también apatía no hay, claro que quiero salir a la calle para hacer la compra o pasear, pero desde la medianoche hasta las 7 de la mañana no son horas adecuadas para eso. En los constructos teóricos descubrí que quizá sí estaba en medio de una auténtica depresión, no un simple torbellino de pensamientos por la situación de paro laboral y el futuro imposible. Y esa sospecha empezó a helarme la sangre. No tenía la más mínima intención de acudir a un profesional -psiquiatra o psicólogo- porque las recetas de antidepresivos mejorarían mi humor, sin duda alguna, quizá abandonara el pesimismo punki de un no future, pero no me devolverían jamás los años perdidos. Hasta muchos meses después no confirmaría con profesionales cualificados que, en efecto, era un episodio depresivo mayor en toda regla. En ese momento no quería creerlo. No podía.
Entonces encontré un largo reportaje en prensa inglesa de un escritor norteamericano (no muy conocido). Hablaba desde la incredulidad, desde la falta de tristeza, desde las dudas con la creación literaria y el impulso de escribir. La narración pormenorizada de ocho páginas era textualmente un resumen punto por punto de lo mismo que estaba viviendo, salvando las distancias porque aquel señor llevaba 20 años escribiendo y publicando libros.
El autor estaba en tratamiento, recuperándose. Un diagnóstico de depresión.
Durante las siguientes noches el torbellino de pensamientos se detuvo por completo sin hacer ningún esfuerzo, por el shock al que me condujo la posibilidad de encontrarme en mitad de un proceso de enfermedad depresiva. En ese momento significaba sólo una cosa: el equivalente a una bomba nuclear que detona en el centro neurálgico del problema, la materialización del único, último y exclusivo MIEDO trascendental que domina
Porque es fácil ahogarse con las cuestiones mundanas que provocan incertidumbre, la salud lo primero cuando falla aunque no requería mi atención porque estaba en perfecto estado de forma general desde hacía años; o la materialidad administrativa de una mala progresión hacia ninguna parte de la carrera profesional, las facturas, la casa, supervivencia en definitiva que se supone me había llevado a ese estado.
Pero era la primera vez del choque directo entre la vida estándar contra esa fuerza desconocida e imparable que me acompañó siempre y desde hacía tres años volvía a estar desatada. Musas lo llaman algunos; maldición de la creatividad que no paraba de perseguirme, en mi diccionario propio.
El único miedo de entre todos los posibles miedos, fobias y temores profundos, el verdadero miedo que articulaba mi anodina existencia humana de los últimos 25 años, era así de crudo y simbólico: convertirme en una artista destruida por su propia inspiración, acabar sola, loca y sin recursos bajo un puente porque no podía parar de crear, aún cuando no consiguiera nada con ello de ninguna de las maneras. Toda la vida luchando contra eso, porque a fin de cuentas esos señores que han pasado a la historia de literatura se lo podían permitir, una noche, dos noches, una semana tal vez de escritura ininterrumpida para crear nuevas obras completas; eran autores que podían hacerlo por su nombre. ¿Quién era yo para que me ocurriera lo mismo? ¿Y por qué me pasaba eso a mí?
Ese es el único miedo que ha modelado mi existencia, que me había hecho fingir ser quien no era, con el que había tomado ciertas decisiones y no otras. La raíz, la fuente de todo. Algo de lo que huir con desesperación, porque los artistas se mueren de hambre y para qué sirve el arte y tantos ejemplos de poetas suicidas y desgraciados.
Me había convertido exactamente en aquello de lo que huía desde hacía décadas. Eso no lo arreglaba ningún antidepresivo.
Y ahora qué, cómo salir de ese pozo.
Qué hacer, aparte de morirse ya.