El entorno que te rodea es el siguiente: por primera vez estás con trabajadores de tu edad, quizá un par de años menos, pero son mujeres del tipo casadas con familia, que acaban de tener un bebé o ya tienen hijos que sacar adelante. Son profesionales del comercio y la atención al público, se han dedicado a eso toda su vida laboral, más los años que llevan estables en esa tienda, nada de estudiantes que pasan el rato. Y además son simpáticas, dispuestas a echar una mano.
Estás encerrada en una gran superficie sin riesgo de agobio o claustrofobia porque siempre hay movimiento, cien metros lisos para acá y para allá, carreras para otear como un guepardo los cinco pasillos de territorio de tu departamento, reposición de los aparatos que se acaban en las estanterías, material nuevo que llega y se coloca de forma arbitraria e intuitiva en el almacén, o cambiar lineales completos arrastrando palés de un lado a otro para que en tienda esté a la vista la oferta de la semana, después recolocar precios con una pistola electrónica, siempre la prioridad a los clientes que aparecen para pedir algo (asesoramiento de todas las marcas y modelos que tenemos de un aparato, o que no encuentran algo concreto, o que lo han encontrado pero la caja está vacía porque es el de exposición) y regresar al almacén para volverse loco rebuscando dónde está ese modelo que la base de datos en el ordenador dice que queda, ¿dónde está la caja perdida, maldita sea? Y subes, y bajas, te encaramas como un mono hasta los 3 metros de altura porque la caja que buscas está olvidada en la esquina más lejana posible, en todo lo alto de las estanterías del almacén, entras a tienda, vuelves al almacén, al montacargas para el segundo almacén de la planta inferior, conduces el carro como Fernando Alonso para transportar el pedido de ese pequeño electrodoméstico -quizá un robot de cocina, o un calefactor que pesa bastante más que tus 50kg de masa corporal- y después retomas las otras tareas que hacías a la vez -reponer, cambiar los precios de ese producto recién expuesto, llamar por teléfono a un cliente porque ya llegó su reserva-.
Eso sí, no son ordenadores, ni teléfonos móviles, ni siquiera cámaras de fotos; son pequeños electrodomésticos que te importan poco o nada porque las promociones recurrentes de tu currículo por ser señora-de-más-de-35 han sido aparatos de limpieza o cocina, y nadie cree que sepas más sobre cuestiones técnicas y últimas novedades en ordenadores y megapíxeles. Curiosamente nunca te han seleccionado para promociones tecnológicas; sólo estás capacitada, parece, para la venta de cafeteras, aspiradores o planchas -de cocina, de pelo o de ropa-.
Pero el trabajo es una yincana multitarea con un alto grado de diversión, por fin se ha eliminado la angustia social de convencer a personas a la fuerza. No estás obligada por contrato a ser un comercial callejero y agresivo al que acaban insultando, los clientes ya vienen con alguna idea de compra y es un lujo que extrañabas en todos esos empleos de supervivencia para no rozar la fobia social. Por supuesto deben alcanzarse cifras, vender lo máximo posible, unos objetivos laxos que el jefe de sección no te explica o usa evasivas o te enteras cuando llevas ya mes y medio aunque tenían el cálculo matemático en un excel bonito con la media para cada vendedor, que todos sabían menos tú, podrían haber sido claros desde el principio y no tan hippies y despreocupados con la nueva para que no se estrese. Aún así, el trabajo es una prueba de destreza físico-mental que emula ir unas horas al gimnasio y concentrarse en mil tareas simultáneas porque siempre hay algo por hacer sin períodos muertos, lo mismo que hacías antes en ese centro pero ahora no es una marca y modelo sino absolutamente todos los de la sección. Al principio es divertido,la novedad de que no es tu cuerpo, ni tus expresiones ni tu discurso -al cabo: tú, persona- quien tiene que manipular a nadie para convencer de una venta -ya vienen con idea de compra-, luego pasan los días y te acuestas y levantas con dolores en las articulaciones, los hombros, la espalda, tienes que recordar ejercicios de estiramiento pero se te van olvidando, los dolores se instalan de forma perenne como parte de tu ser y, por si fuera poco, te cruje una rodilla sin parar. Cruj, cruj, todo el día, cruje porque has tenido el accidente más surrealista de tu vida una tarde-noche que volvías del turno, cuando ibas por la esquina de tu calle a punto de llegar a casa suena un estruendo enorme -petardo antesala de las navidades- y al girar te encuentras con un hombre que corre a gritos tras un perro aterrorizado que escapa, aullando con los ojos fuera, directo hacia ti, la boca abierta soltando espumarajos de pánico por el petardo, y de forma instintiva te plantas en medio de la acera como un jugador de fútbol americano con la intención de interceptar al perro antes de que gire por la esquina y llegue a la vía principal, a esas horas con un intenso tráfico de coches, y hacia la que va de cabeza espoleado por el terror. El animal te ignora con una increíble finta entre las piernas, continúa su carrera. Demasiado tarde entiendes por qué no paraba de correr: arrastra una silla gruesa, pesada, de las de taberna antigua, a la que estaría atado con la cadena mientras su dueño tomaba algo en la terraza del bar de tu calle, no has oído el traqueteo de la madera espesa debido al tráfico y la música de tus auriculares, aunque el perro es de tamaño mediano la silla más grande que él vuela como si fuera plástico por las alas del pánico, pero no es plástico, es totalmente maciza y una de las patas sólidas impacta en tu rótula tan fuerte que te corta la respiración. El pobre perro sigue más allá de la esquina y atraviesa la calle principal con su cadena amueblada en el justo intervalo cuando no pasa ningún coche, sincronía de los segundos que ha perdido bailando entre tus piernas. Se detiene en la acera de enfrente, por fin. El dueño lo recupera. Sigo parada en mitad de la acera, nadie a la vista ni nadie se ha fijado, ni siquiera el hombre corredor cuando pasó junto a mí y ya era un mimo callejero, totalmente sin aliento por el dolor más agudo experimentado nunca (equivalente a cien muelas del juicio). Parálisis durante un espeluznante minuto en el que me da tiempo a lamentarme por no haber bailado más, porque tiene cojones romperse un menisco o un ligamento así y no con los esfuerzos en ballet, que al menos lo hubiera disfrutado; tiempo para calcular que ni baja ni leches por contrato, buscarán enseguida a otra trabajadora, ya lo que me faltaba es lesionarme que en los últimos años sólo me contratan de azafata-promotora con una labor que consiste en aguantar de pie, necesito mi rodilla, y calculo por la intensidad del dolor que romperse un hueso debe ser algo parecido o un poco más, es tan intenso que ni he podido emitir un sonido de queja, hasta que por fin doy una bocanada de aire -el dolor había bloqueado mis pulmones- e intento erguirme de esa estúpida posición karateca y doy el primer paso hacia mi casa, a 30 metros, y casi se me caen las lágrimas porque puedo dar ese paso y está claro que el menisco sigue en su sitio sin fracturas, sólo los ligamentos muy doloridos porque han absorbido el impacto, he tenido suerte con la zona exacta de colisión, con la postura de rodillas flexionadas, mucha suerte, un centímetro a la izquierda o unas rodillas estiradas y el señor hubiese vuelto a casa con su perro, la cadena, una silla y mi menisco enganchado.
Con varias horas de hielo la hinchazón no es muy escandalosa dentro de la gravedad, quedan marcas violáceas, el crujido incómodo y la sensación de ligamentos que pinchan durante las siguientes cuatro-cinco semanas pero va curando y disminuyendo, los primeros días pareces una grulla a la pata coja arrastrando carritos, después un vendaje compresor permite el esfuerzo de turnos extraños de seis horas, o cuatro o cinco y luego tres días de descanso, horarios que rotan, subes, bajas, rebuscas por el segundo almacén entre pantallas de televisión más grandes que tu cuerpo extendido, por culpa de los pinchazos coges la extraña manía de estar siempre con un caramelo en la boca de esos que regalan por cortesía del comercio, así ignoras el dolor y puedes trabajar. Y en el almacén hay varias toneladas de caramelos inagotables, azúcar todo el rato, quizá es mala idea abusar tantas horas seguidas, uno tras otro por seis, cuatro, cinco horas y media o de repente ocho al día, se las apañan para que el diseño de horario relajado que elaboran cada semana coincida a la hora y día justísimo de una clase presencial a la que querías asistir este año pero no pasa nada, estudiarás el doble en casa, pero en casa siguen los dolores perennes y la quemazón de la rodilla aunque ya no cojeas, entonces tratas de concentrarte en la publicación del libro que aún tienes que corregir, necesitas relax y descanso mental pero el novio nunca tiene tiempo para ti, todo son excusas, sólo tiene libre el domingo y ni un paseo, ni un café ni nada, luego te vas enterando de que sí tiene tiempo de sobra para un café con su ex, ir al cine a ver un estreno con amigos, otro café con una antigua amiga pero nunca tiene tiempo para ti, sólo cuando a él le da la gana y dicta un hueco entre sus turnos de trabajo, nada más que para follar hablando mal y pronto, o para una comida utilitaria en cualquier franquicia grasienta de renombre al lado de tu centro de trabajo, poco más de media hora que utiliza para mirar las noticias en el móvil sin mirarte a la cara en ningún momento. Aún te queda perspectiva y lo mandas a la mierda un par de veces, quizá tres, que quieres una relación con un poco más de comprensión y cuidados y si no puede ser así, pues chao que estás incómoda con el desgaste emocional -estás pariendo un libro, no es fácil-, pero el tipo no se da por aludido cuando le dices hasta aquí, él sigue con la treintena de mensajes diarios por WhatsApp qué tal, cómo estás, como si no le hubieras dicho nada y fuera una pareja corriente pero en conversaciones previas no existía el concepto pareja, novios ni nada, y con la tontería ya han pasado dos años completos que se dice pronto tal barbaridad, pero que no se entera de que las relaciones superficiales de ese estilo te dan hasta asco, asquísimo, detestas la profundidad de un charco y no porque se determine compromiso o no, que no es la etiqueta sino jugar al quinceañero peterpan, o se te presenta en la puerta de casa interrumpiendo ¡incluso! la contrarreloj del libro, tus minutos de soledad, los intentos de ordenar los apuntes, y empiezas a pasar del tema, estás atontada con el exceso de azúcar y tu prioridad única es el libro, ya lo sentarás a explicarle despacio que así no, para juguete sexual ya tienes uno a pilas y que él se vaya a ver porno y te deje en paz, pero el libro, no tienes tiempo porque ya no sales de las gran superficie a jornada completa todos los días (quizá cuatro años desde el último horario así, desde el trabajo en la radio) con el caramelo siempre en la boca para distraerte, aunque ya no tira ni pincha la rodilla pero te duele la cadera del otro lado por la sobrecompensación del peso durante semanas, sigue la jornada completa de carreras y yincana para averiguar el paradero de la mercancía y más caramelos, y la falta de personal evidente, que te preguntan por algo de informática cuando los compañeros de esa sección están en el almacén y los clientes se quejan de que llevan mucho tiempo esperando y los clientes son lo primero así se te caiga una rodilla por la moqueta, les explicas tú las características del ordenador hasta que llega por fin el compañero y te vuelves a tu sección -a desgana, vas a comparar vender planchas de pelo para martirizar los rizos de señora en vez de ordenadores con los que crear diseños- y otro caramelito, más carreras y otro caramelo, e incluso te toca ser la encargada absoluta de la sección porque así son las matemáticas para cuadrar días libres y horarios del equipo, la nueva a la que no explican las cosas a ver si la caga pero en un apuro sí confiamos y eres cabeza visible y absoluta para que las mil tareas simultáneas estén hechas además de atender a los clientes, hasta que no queda más remedio que cancelar la publicación del libro y te sientes como una mierda fracasada porque siempre has cumplido plazos, es una hecatombe, qué les vas a decir a los lectores, siguen los días de horarios completos hasta un pequeño respiro, unos mini exámenes, unas horas en las oficinas para cursillo interactivo con vídeos y cuestionario posterior sobre las normas de la empresa, actitud marca de la casa frente al cliente y todo eso para que conste en tu ficha que has recibido la formación, y sientes incomodidad absoluta en esa pequeña oficina delante del ordenador porque estás más pendiente de la edición del vídeo formativo que sale en pantalla que de las obviedades con música de fondo que te están soltando, con un hilo conductor/presentador del cursillo que es una caricatura de Einstein haciendo chistes malos, y que te recuerden su CI y que tenía un alto CI y por eso era un genio y se te llevan los demonios, qué falta hace mentar a Einstein para arrastrar carritos y palés, o para ayudar con el traslado de frigoríficos o lavadoras que quintuplican tu peso y hacerlo siempre con una sonrisa, tanto vídeo para enseñar rudimentos de comunicación no verbal destinada a venta, que fue el tema 5 -comunicación no verbal- que diste ya en la carrera en una vida anterior, mira para lo que has quedado, Albert.
Toda la motivación por llevar el curso universitario al día se ha desvanecido. Dolores siempre constantes, no pudiste asistir a ninguna tutoría presencial ni tampoco a la práctica de laboratorio, con la ilusión que te hacía el análisis anatómico del cerebro de un cordero. Una sensación acre empieza a hacerte cosquillas en el estómago y no precisamente por los caramelos, es una vieja conocida que intentas ignorar, la misma sensación descontrolada de hace 20 años exactos: no paras en todo el día pero no puedes concentrarte en lo que quieres y estás obligada a lo que no quieres, atrapada, agotada y dolorida, desorientada quizá por el exceso de azúcar, cada vez que abres un envoltorio piensas que acabarás muy jodida en el dentista o con diabetes, pero hueles la moqueta electrificada, los oídos saturados con el estruendo de fondo, paredes enteras llenas de televisiones encendidas emitiendo calor, ruiditos e imágenes sincronizadas en todos los tamaños posibles, más el ruido de la sección de altavoces con las mismas canciones todo el día una y otra vez y varios clientes que piden varias cosas al mismo tiempo para rebuscar en las dos plantas de almacén, esa camisa del uniforme huele un poco a sudor por las carreras y hay que lavarla y ponerse la otra, bah, procesar tantos estímulos al mismo tiempo no es tan difícil si te concentras en un nuevo caramelo, todavía hay que aguantar cuatro horas más aquí encerrada sin ventanas. Y otras cuatro más. Y otras cinco más. Siempre se puede un poco más, al máximo rendimiento, cumplir cifras para que la dirección esté contenta y de una oportunidad al contrato extendido; corres lo suficiente al ritmo de la música, les falta personal en tu sección, quizá renueven el contrato temporal.
Inicio 2017 en modo anestesia, totalmente ajena de mí, observándome desde fuera como un robot. Se parece cada vez más al período de máxima despersonalización de 2010, a muchos otros períodos de sobrecarga en otros tantos trabajos temporales de explosión física, pero la grieta oculta entre líneas sigue creciendo; esta vez es la mezcla de lo reciente con la misma época de 1997, algo va a salir muy mal, pero me dejo llevar en caída libre, intento ignorarlo chupando más caramelos: soy estudiante universitaria de nuevo con una carrera por delante y pariendo libros. Y los vídeos comerciales en diez pantallas o los vistosos diseños de las marcas expuestas me recuerdan, a cada minuto, la diferencia con hace 20 años exactos, que ahora debería estar buscando una cámara de segunda mano y un mejor ordenador para más encargos freelance de vídeos empresariales y logos publicitarios, un micrófono decente para locuciones, pero no lo estoy haciendo cuando llego a casa porque el dolor de lumbares y de cadera sólo permite la posición tumbada.Hasta que algo se revuelve descontrolado cuando el jefe grita a pleno pulmón, una jornada arbitraria de lleno absoluto en la tienda, que no tienes creatividad. Sólo he preguntado dónde puede haber más palés de sobra para transportar mercancía, están todos ocupados porque la tienda es un hormiguero, y grita ¡¡¡es que no tienes creatividad!!! así, con seis o diez signos de exclamación delante del resto de compañeros que andurreaban buscando productos por el almacén, se supone que ahora de forma excepcional puedo invadir el garaje de los trailers -expresamente prohibido- para sacar palés de transporte reservados a carga y descarga de camiones y tiene a bien comunicármelo de repente con esas formas, con esas palabras, no tienes creatividad, berrea, creatividad dice, que me lleva quitando el sueño más de 20 años y vivo amargada por eso, que estoy escribiendo un libro porque me aplasta la creatividad, con el subtítulo la creatividad maldita, y así me desahogo porque nadie lo comprende o lo ha comprendido y he tenido que comérmelo con patatas toda la vida, no tienes, y se marcha tranquilamente a su oficina para no aparecer por tienda en las siguientes cuatro o cinco jornadas, pero yo me quedo petrificada ahí, respirando como si tuviera enfisema, mareada por el puñetazo invisible en el estómago de una simple frase de cinco palabras. Un destello de iluminación y conciencia, como si despertara de una pesadilla y no sé qué hago ahí, ni qué día es, ni por qué estoy encerrada en un almacén con cajas llenas de polvo acumulado de la descarga portuaria en su transporte desde China, cajas que otros seres humanos han embalado en las mismas condiciones sin ventanas que estoy, con luz halógena entre cuatro paredes todo el día por un sueldo miserable, el polvo que me llena los brazos de rayas rojizas y placas de urticaria cuando nunca he tenido alergia a nada y ahora parece que me está apareciendo esa alergia a polvo de cadena china de montaje y almacén de polígono industrial europeo, o será el azúcar en sangre, y soy consciente de que esto no es un juego porque hace nada quería morirme por la falta de sentido vital y todo esto no tiene sentido alguno y yo sola me he metido otra vez en la basura, qué va a saber el jefe de sección si lleva más de quince años vendiendo frigoríficos y no ha hecho otra cosa, es feliz, si ni siquiera me ve correr de un lado para otro ni escalar como un sherpa 3 metros ni bajarlos con cajas enormes apoyadas en la cabeza -con ese entrenamiento intensivo ya puedo hacer el viaje soñado al Nanga Parbat sin pisar un gimnasio-, respiro para que se pase el pinchazo de furia en las sienes, que tenía un caramelo a medio chupar y lo he reventado entre las muelas, que no es un juego, no es sólo darle sin más el botón de Amazon y dejar esperando a doce lectores, por pocos que sean, es que sigo viva por un objetivo como ese y ahora lo desprecio como quien se saca un moco, igual que estudiar para los exámenes, igual que renovar mi equipo de periodista y diseñadora freelance, lo dejo siempre para mañana porque hoy llego ajustada al horario de mi turno pero quizá mañana ya sea demasiado tarde.
Porque me estoy pudriendo. Ya huele a putrescina y a cadaverina. Y empieza el rigor mortis en las articulaciones que crujen. Los ligamentos siguen con una rémora dolorosa.
Pero busco ayuda en detalles divergentes o inspirados en vez de las soluciones correctas y sensatas. Lo que he aprendido a hacer siempre porque yo no soy importante, para qué buscar una solución racional de las que le funcionan a otros pero nunca a mí.
Con la lucidez del no tienes creatividad a principios de mes se me ocurrió hacer limpieza desde la base y solicité otro test de Mensa. Como resarcimiento de la metida de pata en 2010, porque aseguro que en la carrera quiero especializarme en superdotación y altas capacidades, o porque es uno de los flecos sin solucionar más importantes de ese aniversario exacto que se repite de una extraña forma circular. Y quiero zanjarlo por fin.
Pero cuando llega la cita del test mis condiciones han cambiado radicalmente, sólo quiero levantarme y huir. Hace dos días me he quedado sin trabajo, después de sudar la camiseta esa jornada, pásate un segundo por la oficina antes de irte, y regreso a casa con los papeles del fin de contrato sin tener que madrugar al día siguiente. Ahora queda semana y media para preparar ocho asignaturas de los exámenes cuatrimestrales. Coincide con la experiencia traumática de ese fin de semana, una supuesta escapada de una noche y un día improvisados con la pareja; lejos de un tiempo a solas, charla o intimidad, se convirtió en el horror de un señor pegado al móvil gestionando el trabajo para el lunes, sin mirarme a la cara el resto del tiempo y sin interesarse por cómo me va o qué hago o qué digo ni quién soy. Y el día anterior al test me hizo perder toda la tarde esperando un café, que sí, que no, que al final se me olvidó avisarte que no puedo quedar.
Completo el test con cero ganas, lo más rápido posible para quitármelo de encima. En el fondo, mi deseo real es que no salga bien y no presto atención, porque si fuera inteligente no me torearía ese señor que es mi no-novio, ni me quedaría sin trabajo otra vez y hubiera tenido una correcta planificación de estudios. Debería abandonar esta asignatura pendiente desde marzo de 1996, olvidarme del catedrático de psicología que no me explicó nada ni me dio un informe por escrito.
Los resultados son un percentil 95 (CI 125).
Sigue sin parecerse a lo que me dijeron hace 21 años exactos, con más de 20 puntos de diferencia. Seguro que me mintieron entonces. Qué cabezona con el mismo enigma irresoluble durante dos décadas.
Una alarma interna de peligro se enciende entonces y, por suerte, no va a abandonarme en todo 2017. Gracias a ella estoy en constante movimiento. Me niego a que suceda algo parecido a 2013, o más bien es pura aversión mezclada con pereza, no me puede suceder lo mismo, es que no avanzamos. Me he esforzado hasta lo absurdo como una mula con la pierna lesionada, sin rechistar, en una empresa donde no tenían ni nunca tuvieron la intención de renovarme por mucho que hiciera, sólo exprimirme en la época festiva de mayor volumen de negocio y después, patada. La misma historia de siempre: esforzarse al límite para acabar sin nada.
En paralelo sucede un encuentro proverbial, empiezan a organizarse jams poéticas de forma continua -más tipo slam que lecturas aburridas- en una zona céntrica cercana a casa. De repente entra aire fresco porque son similares a las lecturas independientes de mis tiempos de teatro, cuando no existía aún el estilo poetry slam pero presentaba así mis poemas, en forma de mini espectáculo. Eso es, esto es. Primera, tercera, cuarta, séptima jam -y más que vendrán durante dos temporadas adelante-.
Aún queda la traca final: cuando voy a sentarme para un charla importante con la pareja tras los exámenes, se adelanta y me comunica que ha tomado la decisión de no estar juntos. De la noche a la mañana, sin explicar por qué exactamente. La presión que se venía acumulando estalla y una maquinaria desconocida hasta entonces echa andar, tanto que casi no me reconozco. Por primera vez (¿en toda mi vida?) pido ayuda, o algo parecido a pedir ayuda. Empiezo a quedar más a menudo con la gente nueva que he ido conociendo en las jams o ya conocía de antes para profundizar en la amistad, empiezo a tener vida social desde la nada, con la excusa de la ruptura aunque lo cuente muy por encima restándole importancia. Todo es muy extraño, sin embargo, y algo no cuadra en su versión; con mi insistencia al estilo investigadora periodística, obtengo la respuesta verdadera y demoledora unas semanas después. Esa persona lleva enamorada de otra persona desde el principio, y como no había posibilidades de estar con ella, de mientras me ha mantenido como entretenimiento por dos años, lo más cercano y fácil, en un hábil juego de manipulación continua. Ni las ratas condicionadas de Skinner, qué vergüenza.
Siento un alivio enorme de que me deje tranquila, por fin, en vez de pena de ninguna clase. Y también el estupor ante la permisividad que he tenido con una relación completamente insana, que me pase eso a estas alturas, que lo haya dejado pasar con total ceguera. Qué vergonzoso. Hilo todos los pequeños detalles -que siempre excusé porque estaba con la típica persona adorable, simpatiquísima y empática en apariencia con los demás, que me gustaba tanto, no podía ser un desagradable de esos o me daría cuenta, ¿no?- y sólo veo un goteo continuo de faltas sutiles de respeto, situaciones surrealistas, manejo de mi tiempo a su antojo, provocarme esperas, inseguridades, dejar cosas importantes por hacer, compartir cero intereses, alguien que no me conoce en absoluto después de dos años ni tenía intención en hacerlo. En definitiva, un narcisista de manual.
Y es el colmo del absurdo.
A mi edad, un quinceañero revenido. Roza la carcajada por lo absurdo de todo. Será posible. No tengo un plan delimitado ni la más remota idea de cómo cambiar de vida para que sea vida de una vez, no una supervivencia triste y amargada. Tampoco la opción de deprimirme, ya pasé por ahí y ninguna intención de volver. Entonces, ¿qué?
Ni la más remota idea. Pero hay otro detalle de ese período de 20 años que he pospuesto bajo el anhelo de perfección: debía mantener un aspecto neutro por el supuesto futuro como actriz, primero, y como presentadora de televisión después, así que nada de todos los tatuajes que pretendía hacerme. Pero ahora están bien vistos. Hago una renuncia simbólica, que ya está bien, que no es un año o dos o cinco, que son veinte años, que lo planteé mal desde el principio, desde adolescente, y ya no voy a conseguir más en esos campos. Seguramente tampoco en la literatura. A quién le va a importar mi pelea de 26 años, aunque lo narre disimulado de ficción, o como ensayo o como anti-manual o con los colores de portada en el pelo. Qué creatividad maldita ni que pollas en vinagre, Virgen santa, me cago en la leche, Merche. Qué empeño por unos tests y por una supuesta etiqueta que daría explicación, por fin, a tanta creatividad de mierda que no es esquizofrenia, ni alucinaciones, ni sería TOC ni tampoco inmadurez fantasiosa. Ya está, sólo eso, un POR QUÉ, para respirar tranquila. Pero no, de esa opción tampoco nada. Pues ya está, qué hartazgo.
¿17 de mayo 1997 o 17 de mayo 2017?
Lo suelto, lo dejo ir, y aprovecho para el tatuaje que llevo postergando tanto tiempo, bien grande y bien visible.Aunque me joda reconocerlo, ocurre como en el capítulo ñoño del peor bestseller de autoayuda más fantabuloso y azucarado, a lo budismo zen versión cutre: cuando me desapego, cuando deja de importarme, sucede.
La narración de todo 2017 es demasiado extensa para incluirla aquí. A estas alturas, tendrás la tensión ocular por las nubes. El impacto es demasiado grande para tratar de resumirlo, demasiado extraño, demasiadas coincidencias. En lo que queda de año no me detengo un segundo. Porque de repente surge una propuesta seria de compañía teatral, con ensayos diarios y 40 horas semanales de trabajo, con dos montajes. Ingresos variables que llegan por encargos freelance de correcciones, traducciones y logos y como profesora de clases particulares. Inmersión en la intensa vida cultural underground de la ciudad donde vivo, todos los días hay algún evento, conferencia, presentación de libro, exposición de pintura, fotografía, concierto, teatro. Estar rodeada de amigos y conocidos que son artistas en varios ámbitos, esta vez no sólo de arte dramático, sino también de pintura, música y, sobre todo, escritura, personas increíbles que no se avergüenzan de crear y quieren vivir con ello. Exponerme una y cien veces cuando me preguntan quién soy, qué hacía, qué hago ahora, por qué me llamo Sara M. Bernard, no es nada fácil porque mi vida social no existe desde hace unos quince años. Participación en eventos literarios como escritora invitada, en jams colectivas, espectáculos propios, más escritos mientras tanto, y los exámenes de septiembre para salvar algo del curso.
Hasta un certamen literario, similar al concepto Poetry Slam, que gano con el favor del público.
Una semana antes tuve un sueño lúcido en el que paseaba bajo el árbol morado, con un sorprendente tinte de color blanco. Me sentaba allí porque había ganado un concurso literario (no sabía en qué disciplina, relato, novela, ensayo o poesía). Durante dos dias estuve en casa jugando al quimicefa para conseguir que el tinte verde se transformara en blanco-gris.
Mi intervención directa es escasa, los proyectos y situaciones parecen llegar sin más. Sólo decido que quiero recuperar otra parte que acompañaba al teatro en su momento y también abandoné cuando todo se torció: retomo el dibujo, apuntándome a clases.
Porque punto por punto, simplemente dejándome llevar, estoy en el mismo sitio y haciendo exactamente lo mismo que 20 años atrás, como en un gigantesco déjà vu redactado por un guionista troll.
Es exactamente lo que buscaba, pero nunca había sabido cómo volver, o cómo no sentirme culpable.
Y con un entorno que, por primera vez en mi vida, hace y se interesa por lo mismo.