Yo la vi cuando tomó esa pequeña maletita y se largó. Yo era grande, pero mi hermano, no. Fue ese día cuando él como criatura inocente me preguntó con entusiasmo ¿A qué hora volverá, mamá?, y fue cuando supe que tenía sentimientos.
Nunca le comenté algo a mi hermanito menor. Cuando me preguntaba no sabía qué responderle sin herirlo, pero él iba creciendo sin su presencia, ni la de mi padre.
Un día llamó a la puerta una señora irreconocible, su cuerpo delgado y ojeras pronunciadas. Su voz baja no se escuchaba de lo mejor. Sus manos se estiraron con un papel envuelto de otro forrado. Y al leer y reconocer la letra, sentí un latido fuerte.
La carta de mi madre se mantuvo cerrada hasta su muerte. Murió de sida, su vida de prostituta no era del todo un encanto. Su vida tomo un rumbo distinto por nosotros, sus labios siempre perteneció a mi padre pero no había otra salida. Lo que me habían contado era cierto, su vida había mejora en forma económica, su departamento era grandioso, pero ella nunca vivió en él, no era feliz y siempre le faltó algo que dejó: nosotros.
Ahí, donde la muerte la llamó y la tragó, fue cuando solté la primera lágrima desde que era un bebé. Su carta era demasiado para mi orgullo. Nos dejó en esa casucha pobre un tiempo para darnos un departamento increíble. Ahora sí sentí que nos amaba.