Las aguas del Mississipi, el padre de los ríos, bajaban lánguidamente. Tumbado perezosamente en la hierba en uno de sus recodos, sostenía una caña de pescar hecha de bambú entre el pulgar y el índice de mi pie derecho. A mi derecha se encontraba mi viejo amigo de nombre impronunciable Huckleberry Finn, hijo de lo que ahora se llama una familia desestructurada, pero con un corazón que no le cabe en su pecho, capaz de dejarlo todo, incluso una vida regalada junto a la viuda Douglas, por mor de llevar hacia la libertad al bueno de Jim, un pobre esclavo nacido en la nación de la libertad.
A mi izquierda estaba tumbado viendo las nubes pasar con una brizna de hierba en la comisura de la boca, mi gran amigo Tom Sawyer, un gran tipo, capaz de lo mejor y también de crear la mayor barrabasada que alguien pudiera imaginar.
No sé qué extraña magia me había hecho llegar hasta allí, cierro los ojos y no tengo muy claro dónde estoy, los olores me son muy familiares, me recuerdan al río Lozoya a su paso por Alameda, pero estaba dispuesto a disfrutar cualquier aventura que a Tom se le ocurriese, a él o al genial Samuel Langhorne Clemens. A pesar de estar terriblemente a gusto tumbado en la orilla del río, ansiaba que fuera de noche para que provistos de un pico y una pala fuésemos a desenterrar un tesoro bajo la sombra de la luna proyectada por un árbol, donde hubiesen ahorcado a un criminal.
Esa misma noche, aprovechando que nuestro hermanastro Sid dormía como un lirón, vino Huck a maullar debajo de nuestra ventana, utilizando el emparrado que trepaba por la fachada nos descolgamos alegres por la nueva aventura que íbamos a vivir. Yo había encontrado un gato muerto e íbamos a utilizarlo para eliminar nuestras verrugas ¿cómo? Muy fácil, se lleva el gato al cementerio y a las doce en punto se lanza el gato sobre una tumba reciente acompañándolo del siguiente sortilegio: El diablo sigue al muerto, el gato sigue al diablo, las verrugas siguen al gato y yo ya me las he quitado. Es un remedio infalible según cuentan los esclavos negros del lugar.
Pero no contábamos con lo que estábamos a punto de presenciar pues no éramos los únicos visitantes del camposanto, el doctor Gordon, el borracho de Muff Potter y el indio Joe acababan de desenterrar un cadáver, a mis amigos y a mí se nos erizaron los cabellos al contemplar la escena, pues de pronto comenzaron a discutir y enseguida pasaron a las manos y a las armas, pues el doctor le dio con la pala a Muff Potter y acto seguido el indio Joe le asestó al doctor una artera puñalada. Aprovechando el fragor de la reyerta pusimos pies en polvorosa y no paramos hasta llegar al pueblo, allí nos juramentamos para no contar jamás lo ocurrido.
A la mañana siguiente todo el pueblo se levantó alborotado, nos acercamos a los mentideros de la plaza mayor y contemplamos horrorizados como por la avenida del Generalísimo, una pareja de la guardia civil traía esposado al pobre de Eleuterio. Ya era un viejo conocido de la Benemérita, al parecer era dado a sustraer volátiles en corrales ajenos. Tom y yo nos miramos sobrecogidos mientras lo introducían en los calabozos, pero, nos bastó una mirada en dirección al gitano Joe para reafirmarnos en nuestro código de silencio.
Pero la vida continúay nuestro afán de divertirnos y hacer trastadas también. Tom tuvo una dolorosa discusión con su tía Molly que le hizo acreedor de un par de papirotazos con el dedo enfundado en un dedal metálico, me dolió a mí incluso cuando me lo contó. Con estas decidimos fugarnos de casa y llevar a partir de entonces una vida de piratas y perroflautas.
Rápidamente hicimos los preparativos, cada uno aportó todo lo que pudimos para la despensa común, Tom aportó su espada de madera, su inseparable caña de pescar así como sus aparejos, una hamaca de pita y su peonza más sus canicas. Huckleberry aportó lo poco que su magra economía le permitió: varias pipas hechas de mazorca de maíz, tabaco y unas hierbas que dijo que nos aumentarían la euforia y las ganas de vivir.Tom y yo nos miramos estupefactos, pues él no sabía fumar y yo desde mi infarto no lo hago, por lo que las risas solo se las iba a pasar el bueno de Huck.
Por mi parte aporté todos mis tesoros, mi ebook, mi móvil para poder seguir conectado al Facebook y mi cámara fotográfica, además de la paletilla que nos dieron por Navidad en mi empresa, pues algo hay que echarse entre pecho y espalda.
Cargados pues con todos estos tesoros nos embarcamos en el Manzanares y tomamos una barca de las que usan para medir el nivel de espuma sobre el río. En medio del cauce más o menos frente al estadio del Atleti, se encontraba una isla ignota por todos donde pusimos nuestras miras para pasar allí nuestra aventura. Allí pasamos nuestro primer día de libertad haciendo lo que más placía a tres rapaces de nuestra edad: nadar, leer, publicar bulos en Twitter y ver películas pornográficas.
Al segundo día cuando nos desayunábamos contemplamos con estupor nuestra cara en los cartones de leche ¡nos daban por desaparecidos! Esa noche contemplamos alborozados el programa de Lobatón que estábamos al mismo nivel que el niño pintor de Málaga. Al parecer iban a celebrar unos funerales in corpore insepulto en la Almudena lo que nos hizo que nuestras neuronas trabajasen afanosamente. Pues sí, ¿quién no es capaz de acudir a su propio funeral y ver llorar a sus deudos?
Por mi parte lo que quería era aprovechar los funerales y que las fuerzas vivas de la ciudad estarían dentro de la catedral, para desvalijar todas las joyerías y bancos del pueblo, pero mis prosaicos deseos se vieron abatidos por la más romántica idea de Tom. Allí nos vimos pues en la iglesia del pueblo, nos abrimos paso entre los Mercedes estacionados en la puerta pues allí se encontraban la jet-set del Estado, ministros, inspectores de Hacienda, tertulianos del Sálvame, futbolistas, toreros y hasta un cantante de éxito galardonado con el Cervantes.
Al vernos, nuestros familiares corrieron hacia nosotros alborozados, los políticos en cambio se fueron amoscados, pues todos sabemos lo bien que salen en la tele dando el pésame contritos y cariacontecidos.
Varios días después, ya restablecidos de los zurriagazos recibidos, nos embarcamos en la siguiente aventura, esta vez con Becky mi novia. Nos habíamos aficionado a asistir a una cueva: el Osiris 2 allá por Cea Bermúdez, un territorio inexplorado, recóndito y recoleto, un lugar ad hoc para sentarnos en un cómodo rincón y besarnos con fruición bajo la luz de una vela. Una infausta tarde descubrimos consternados que uno de los camareros era ni más ni menos que el indio Joe, por lo que tuvimos que huir despavoridos entre sus galerías, atestadas de pollos ociosos que intentaban sacar a bailar a las muchachas que por allí pululaban sin gozosos resultados.
Huyendo pues del indio Joe, me interné junto a mi bella lady Marian en el proceloso bosque de Sherwood. Enseguida nos encontramos al estúpido acromegálico con el equívoco nombre de “pequeño Juan”, me arrojó en un duelo sobre un riachuelo, pero con mi buen corazón lo perdoné e incorporé a mi banda recién creada, por fin iba a dedicarme al latrocinio como ansiaba.
Teníamos un radio a cassette en el que no parábamos de introducir cintas de Arévalo y enseguida nos conocieron por aquellos lugares como la alegre banda de Robin Hood.
Durante años disfruté de múltiples aventuras, ora como Robin Hood, ora como John Silver “el largo” y distintos alias más como “el Lute”, “Gárate”, “Old Shatterhand”,”Ulises” etc.
De vez en cuando usaba el de Jose Antonio, mis aventuras no eran tan espectaculares pero eran más vívidas, aventuras como llegar a fin de mes teniendo dos hijos adolescentes y sueldos miserables trabajando doce horas y cómo soportar a encargados empeñados en hacerte la vida imposible sin desfallecer ni cometer un crimen.
Por eso a veces no llego a distinguir la realidad de la ficción, ni cuando soy lector o cuándo soy el protagonista de la aventura.