Hay actos que amenazan con convertirse en hábitos. Para bien o para mal.
Ayer pusieron por televisión «Camino a la perdición» de Sam Mendes. Me sobrecoge como éste niega a Sullivan cualquier posibilidad de salvación. Incluso cuando la higiénica lluvia ha cesado y las balas de la thompson han cauterizado profundas heridas del corazón. Entonces bajamos la guardia y creemos a pies juntillas que por fin va a encontrar la paz en la casa de la playa: necesitamos que así sea, estamos acostumbrados a que todo acabe bien. Ateamente le roban oportunidad de remisión a un asesino a sueldo a pesar de su inquebrantable lealtad y del alto precio pagado por ella. Le engañan a él, y a nosotros durante casi dos horas, como ocurre casi siempre en estos eternos malos tiempos. Engordar para morir.
Recibió una llamada telefónica una tarde de amigable café. Era su hermano: ven a Alcázar que padre se muere, está en coma por una insuficiencia respiratoria. No hay posibilidad, afirmaban los doctores con acompasados y kafkianos movimientos de cabeza, las siguientes veinticuatro horas y que los números de una máquina no bajen de un guarismo son cruciales. Las necesarias horas transcurrieron y las cifras no bajaron. Había esperanza. Uno de los galenos se comprometió a que pasarían todos la cercana navidad en una habitación de planta. Establecieron turnos y se acostumbraron rutinariamente a ello
La película me recuerda la pintura de Edward Hopper. Gente que no se conoce, personajes viviendo provisionalmente en hoteles, sin acomodarse, sentados en el borde de la silla y sin apoyar la espalda en el respaldo; personas en un viaje permanente y en soledad a pesar de quienes les rodean. Escenas cargadas de melancolía, sin posibilidad de acostumbrarse, ni de encontrar la paz de espíritu; no hay nada reconfortante. Ni esperanza de remisión.