LA NOCHE PERFECTALa bolsa pesaba, pero al chico no le importaba. ¡Era Halloween!Y como cada año, la noche más divertida para él. Hacía frío, y él, con su máscara de rasgos retorcidos como disfraz, tiritaba bajo el abrigo rojo. Sin embargo, tiritaba por los nervios. Sus ojos divisaron la Mansión, negra y terrorífica, aquella de la que se decía que vivía una bruja que, como no, se comía a los niños. Pero él solo había visto a una joven entrar y salir todos los días. Llamó al timbre, y al rato se abrió la puerta. El rostro de una mujer mayor le sorprendió. Abrió la bolsa al tiempo que decía «Truco o Trato», y la volvió a cerrar cuando la bruja le dijo que había olvidado preparar los caramelos. Luego, la brujaposó una mano en su hombro y le obligó a entrar. «Hace mucho frío», le dijo. ¿Sería una bruja de verdad?
¡Chorradas! Cuando se quedó solo, introdujo la mano en la bolsa y sacó el cuchillo. Era la hora de calmar sus prematuras ansias de matar. ¡Era Halloween! Y como cada año, la noche más divertida para él. La noche perfecta en la que cualquier cosa extraña podía pasar.
LA BOLSA DE CARAMELOS Era Halloween, y el frio se clavaba en la piel como agujas congeladas. El niño con el disfraz de Frankenstein llevaba la bolsa de caramelos vacía. El disfraz era tan bueno, creíble y terrorífico, que la gente que pasaba por su lado bajaba la mirada y se daba la vuelta. Y ni siquiera le abrían las puertas, así que estaba triste. En cierto momento, se cruzó con un hombre que ni bajó la mirada ni se dio la vuelta; solo le señaló con un dedo arrugado y torcido y gritó: «¡ES UN MONSTRUO! ¡Vamos a por él, hay que echarle del pueblo!» El grito llamó la atención de las demás personas que, embravecidas por este, olvidaron su miedo al pequeño Frankestein y se unieron al hombre del dedo arrugado y torcido. Todo el pueblo empezó a perseguirle, por lo que el niño echó a correr aterrorizado. Se metió en el granero de uno de los muchos granjeros del pueblo, y mientras trataba de respirar y decidir qué hacer a continuación, fuera, la gente, llena de un enfado fruto de un terror más intenso que el del propio niño, rodeaba el edificio para que no pudiese escapar, y gritaba una y otra vez: «¡SAL, MONSTRUO! ¡SAL, MONSTRUO! con palos, rastrillos y escobas en las manos. Cuando el niño consiguió calmarse un poco, la mente se le aclaró, y se le ocurrió qué hacer. Se quitó la máscara de Frankenstein que le había hecho su abuela, y lleno de valor, salió del granero. Los gritos se silenciaron, cayendo un repentino silencio en el oscuro pueblo. Expresiones de sorpresa se escucharon entre la gente, ahora arrepentida y sintiéndose ligeramente tonta por haber creído que aquel niño era un monstruo. El hombre del dedo arrugado y torcido se dio la vuelta, quedando frente a la multitud, y empezó a decir algo que levantó asentimientos de cabeza entre la gente. Entonces se volvió de nuevo, alzó su dedo arrugado y torcido, e hizo un gesto al niño para que se acercara; por un momento el dedo pareció un gusano retorciéndose. El niño, no muy convencido aún, se acercó lentamente, y cuando estuvo cerca del hombre, este posó una mano en su hombro y dijo con tono amable: «Por haberte asustado, chico, hemos decidió darte todos los caramelos del pueblo.» Los labios del niño mostraron la sonrisa más grande que jamás se había visto, y la bolsa de caramelos, al fin, se llenó.