A simple vista era una persona normal. Empresario exitoso, rodeado de amistades verdaderas y de ocasión. Casado por tercera vez, cada divorcio tenía una razón distinta y similar. Cada vez que salía de su casa se recordaba a sí mismo que éste era el que era para siempre. La amaba y le gustaba estar a su lado.
Todos los que lo conocían hablaban bien de él. Era leal y siempre estaba dispuesto a ofrecer ayuda o consejo a quien se lo solicitara. Admirador de la bellas artes, fumador social y buen bebedor cuando la ocasión lo ameritaba. Gustaba llevar la cabeza rapada y la barba de tres días, pensaba que así se veía más interesante y ocultaría su desastrosa calvicie. Trabajaba de nueve a cinco y religiosamente salía hacia su casa, parando quizá en alguna tienda de conveniencia para abastecer su refrigerador con alguna golosina de las que le gustaba tanto a su esposa o a los niños o a él. Al perro no le gustaban las golosinas y a él no le gustaba el perro. Creía que le leía el pensamiento y no le gustaba que se metieran en su cabeza. Era su espacio privado donde podía ser la persona que realmente era y el perro era un intruso que no debería saber lo que pasaba ahí dentro. Tampoco le gustaba Nicole Kidman. Cuando alguien le preguntaba sobre su definición de belleza, él inmediatamente mencionaba a Nicole. Era perfecta en todos sus rasgos, era increíblemente hermosa, simpática, en sus propias palabras era perfecta. Pero la perfección de Nicole lo intimidaba. Sabía que ella era capaz de entrar a su cabeza con más facilidad que el perro de su casa y lo horrorizaba pensar que ella podría ver lo que ocurría ahí. Nadie lo hubiera pensado. La nota hallada en la habitación donde unas horas antes se hospedó lo explicaba todo: Mi nombre es Francisco Torreblanca, hijo de Agustín y de Dolores. Originario de Tepepan y criado cerca de Apatzingán. Antes de cometer un asesinato he decidido quitarme la vida. No puedo seguir aparentando y Nicole Kidman está cada vez más cerca de entrar a mi mundo y descubrirlo todo. Cuando la veo, sus ojos parecen escudriñar mi alma, un escalofrío me recorre la espalda y siento palpitaciones. Ella actúa como si no me conociera y pareciera que ni siquiera me está viendo, pero yo sé que ella sabe algo. Y quiere ser parte de eso. Yo no lo soportaría. El mundo de perfección creado a mi alrededor ha sido una magnífica pantalla. Mi popularidad aumenta y mis negocios son cada vez más prósperos. La relación profesional que inicié con ese grupo de apoyo político está a punto de rendir sus frutos. Mi matrimonio marcha viento en popa, mis cuatro hijos son ejemplares y no tengo deudas ni enemigo poderosos. Mi mayor enemigo es el perro, que sabe todo lo que pasa y que la realidad que los demás ven y disfrutan es sólo una pantalla. Pero no puede hablar y es incapaz de herirme pues heriría aún más a aquellos a quienes ama. Pero con Nicole es diferente. Si mirada atraviesa mi caparazón y me desnuda de cualquier armadura que lleve yo. Así empezaba su carta póstuma. Mientras la escribía, Francisco se acordaba de sus padres. Pocas veces los vio juntos pero ambos lo trataron muy bien siempre, hasta que perdieron la memoria y lo olvidaron. – No supieron evitar su locura antes de perder la razón – se repetía siempre – Eso no me sucederá a mí. Y menos hoy. Con Nicole pisándome los talones. Recordó también su infancia en la escuela donde siempre le repitieron que él era especial y diferente, repetición que lo hizo actuar como si fuera especial y diferente toda la vida, hasta el momento en que entendió que cada persona era así. Eso lo devastó y aceleró el proceso. Se levantó, miró la habitación que había alquilado: una cama sencilla, una silla desvencijada en una esquina con una mesa muy pequeña para escribir y sin papel – él había tenido la precaución de traer su propio papel – una lámpara que no encendía, las cortinas color vino y un pequeño baño, acondicionado para actividades propias de esos hoteles. Le llamó la atención el sillón irregular que estaba en la otra esquina. Había oído hablar de él y comenzó a pensar. Cuando pensaba entraba a ese mundo en el cuál nadie, excepto el perro, había entrado y por el cual estaba dispuesto a quitarse la vida para evitar que Nicole entrara. Un mundo lleno de ideas que asombrarían hasta a su alma gemela. Cuando sintió que el bulto en su pantalón comenzaba a crecer, volvió en sí. – Tengo que dejar ese mundo y apurarme. En cualquier momento podrían estar aquí. Se apresuró a preparar el vaso con el veneno que había escogido por razones poéticas e históricas, haciendo coincidir la causa de su muerte con la de Sócrates, ambos ejecutando la misma sentencia. También lo escogió con el objetivo de no ensuciar el lugar ni que lo hiciera ver deforme o asqueroso al momento de que lo encontraran. Colocó el vaso en la pequeña mesa y siguió escribiendo: Para evitar confusiones y deliberaciones sobre mi muerte yo mismo he tomado cicuta. En el vaso que encontrarán cerca de mí podrán ver restos del veneno. No se preocupen en buscar a quién me lo ha facilitado. Él nunca supo quién era yo y no hay manera de rastrearlo, déjenlo en paz que él no tiene culpa alguna. Si alguno no llegara a comprender por qué he tomado esta decisión, al final de esta carta entenderá y apoyará la sentencia que sobre mí y mi mundo he dictado. Sonrió. Le parecía que estaba escribiendo otra vez como siempre que lo habían criticado. Lo habían acusado de que pensaba detenidamente las palabras, borrando unas y sustituyéndolas por otras para que sonara bonito lo que escribía. ¡Le habían insinuado que sus escritos no eran auténticos! Que los modificaba para cautivar a quien lo leyera. Volvió a sonreir. Él siempre escribía sin mirar atrás. No releía lo que había escrito hasta pasado mucho tiempo. Pensó en cómo la gente juzgaba sin siquiera conocerlo bien y cuando lo conocía bien, cambiaban de opinión. Soltó una carcajada, pues ni antes ni después llegaban a saber siquiera un poco de lo que era él. Decidió continuar. He mantenido este mundo secreto durante toda mi vida. Ha sido mi refugio en momentos difíciles y mi lugar de descanso. Se ha transformado de un campo verde y lleno de árboles a lo que es ahora. Encendió un cigarrillo. Nunca fumaba cuando estaba solo pero ya que había decidido dejar salir todos sus demonios, los invitó a fumar. – Necesito un trago – se dijo mientras miraba el papel. Por primera vez en su vida releyó lo que había escrito. Mientras leía y especulaba en cambiar algunas palabras, volvió a sentir sed. Como siempre que escribía y estaba concentrado, alargó su brazo, tomó el vaso y bebió su contenido. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho era muy tarde. Había bebido todo el veneno. El incendio hizo que entraran a su habitación. Ahí lo encontraron semidesnudo, tirado en el piso junto a un montón de hojas en blanco y otras calcinadas por el fuego que inició su cigarro mal apagado. En su mano, aún tiesa, tenía un vaso que olía a alcohol y que colocaron en la mesita cuando levantaron el cuerpo. Un esmoquin en el closet de la habitación y nada más. Le comunicaron a su esposa que había sido hallado muerto, al parecer víctima de un infarto. No hubo autopsia ni investigación. La muerte que planeó tan detenidamente nunca se llevó a cabo. No estaría a la par de Sócrates y ni Nicole ni nadie sabría del mundo que pretendía dar a conocer y después eliminar. El perro aulló.