Revista Literatura

Miedo perro

Publicado el 06 diciembre 2011 por Sergiocossa @sergiocossa

Miedo perro - Sergio Cossa Recuerda que un año atrás le dieron una pastilla. Sus dueños pensaron que dejándolo mareado y medio estúpido por un sedante no iba a sufrir las explosiones. Pero estas igual sonaron como algo que se desgarró en su cerebro, causando estrechez en su corazón y palpitaciones frenéticas. Lo acompañó la suerte de ser propietario de una larga cola y eso permitió que la metiera entre sus patas, para demostrar el miedo que sintió. ¿¡Cómo se las arreglaría si la naturaleza no lo hubiera dotado de semejante ayuda!? Solo quedaría expresarse con ojos de niño abandonado, con gemidos de garganta obstruida, porque ni un triste ladrido dejaría exhalar el miedo abismal. Los días que lo llevan a pasear por el parque, suele encontrarse con compañeros de pulgas y juegos. Se cuentan de sus vidas y de sus miedos de perros. Él habla de su escondite preferido, bajo la gran cama del dueño: dos techos y la penumbra mitigan el atroz ruido. Otros sueltan palabras que describen escapes alocados de monstruos invisibles que los persiguen. Atronadores. Intercambian historias acerca de lo que ocasionan las personas cuando se divierten con pólvora, como la del pastor alemán de la casa cercana al río. Ese que hacía de lazarillo de su dueño no vidente y que una tarde huyó de las explosiones mientras caminaban por la ribera. Al pobre humano lo rescataron cuando se hundía. La más reciente refiere de una madre vagabunda, que vivía con sus siete hijos en el hueco entre las raíces del pino de la plaza. Fueron tres los que cruzaron la avenida espantados y ella al socorrerlos no vio los neumáticos arrolladores… Al regresar de esas juntas perrunas siente el deseo de cerrar tres dedos de su mano y solo dejar el anular extendido, para ladrarles a los humanos un fuck you grande como el hueso que tiene enterrado en el patio. Momentos después de la comida le dieron unas gotas dulzonas. Quedó relamiéndose, saboreando el premio a vaya a saber qué. Pero luego se sintió embriagado y sus párpados cayeron sin resistencia. Recordó la pastilla de tiempo atrás y comprendió que estaba drogado. Dueños ignorantes. ¡Qué sabían ellos del terror! Caminó dando tumbos, tropezando con las patas de mesas y sillas, mientras escuchaba las risas y los cometarios de “pobrecito”, hasta que se dejó caer en el césped del patio. Desde la nube de sus ojos observó al gato de la familia que parecía haber corrido su misma suerte. Se esforzaba por alcanzar la cima del muro, pero caía derrotado una y otra vez, hasta terminar recostado cerca de su enemigo. Sus miradas, que por lo habitual intercambiaban destellos de furia, se enlazaron en la tristeza y la impotencia. Los estruendos multicolores, antes esporádicos, conquistaron el cielo nocturno compitiendo con las estrellas. El aire no era más que una masa cargada de olor a pólvora y a sus finos oídos llegaron aullidos lastimeros. Entre esa madeja de sonidos, hubo uno que resonó claro, inconfundible: el grito del niño de la casa. Sacudió su cabeza en el intento de alejar la somnolencia y aunque fue inútil, igual corrió hacia la calle. La familia brindaba y él, en su carrera titubeante, golpeó la pequeña mesa que soportaba al árbol navideño, dejando detrás un reguero de adornos destruidos. Siguió corriendo hasta la esquina, detrás del sollozo que lo guiaba. Las explosiones se sucedían y cada paso era una batalla ganada al espanto que le provocaban. Un grupo de chicos rodeaba a su pequeño dueño, quien sentado en el cordón de la vereda, lloraba con sus manos ennegrecidas. Cuando llegaron los adultos, persiguiéndolo por el desastre del árbol, lo encontraron lamiendo las manos y la cara del niño. Después se durmió. Lo despertaron las caricias de un par de manos vendadas y escuchó al jefe de la familia: –¡Nunca más se usará pirotecnia en esta casa! «Aprenden, muy lento, pero aprenden», pensó.
Como siempre, aguardo sus comentarios y sus críticas.

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