La ciudad de Wanda se encuentra situada a 40 kilómetros de Puerto Iguazú y fue fundada en 1934 por inmigrantes, en su mayoría de origen polaco. Dicen que debe su nombre a una princesa polaca de gran belleza, quien vivía en la ciudad de Cracovia y prefirió arrojarse al río Vístula antes de aceptar contraer matrimonio con el príncipe heredero al trono alemán. Pródigo en yerbatales y madera, el pueblo prosperó de la mano de Otto Bemberg, el creador de la cerveza Quilmes; en el año 1940 el terrateniente consideró que ya no eran rentables las explotaciones e indemnizó a sus empleados entregándoles tierras en lugar de dinero.
El encargado, Víctor Enebelo, fue compensado con 40 hectáreas de terreno agreste: su esposa Amalia y sus diez hijos se dieron a la tarea de limpiar el lugar y en este cometido encontraron piedras blancas y relucientes que vendían a la vera de la ruta a los turistas que visitaban Iguazú. Con el tiempo Higinio Enebelo emigró a estudiar a Brasil y luego trabajó en Minas Gerais, región fecunda en tierras preciosas; cuando regresó al hogar filial encontró que su madre se había cortado al lavar en el río con una piedra de extraña belleza que luego trasladó a su casa. Y el hijo no tuvo dudas habida cuenta de su experiencia en Minas Gerais: Amalia había encontrado una gema en el lecho fluvial.
Pero la explotación no era fácil por cuanto se requería la aprobación gubernamental, así que la familia decidió vender parte de sus bienes para obtener el permiso pertinente, que se plasmó finalmente en el año 1977. Y con el tiempo debieron adaptarse a las normas que prohíben la minería a cielo abierto, por ende los visitantes pueden transitar por algunos de los túneles que guardan, embutidas en la tierra colorada, cuarzos blancos y brillantes y amatistas que refulgen en tonos violetas, luego transformadas por la mano del hombre en piezas de joyería que constituyen un recuerdo del paso por esta bendita tierra.
Declaradas Patrimonio Mundial de la Humanidad por la UNESCO en 1984, fueron fundadas por el jesuita Roque Gonzalez de Santa Cruz con el remanido objeto de evangelizar a los nativos. Fue la primera misión que se asentó en la zona conocida por los españoles como La Pinería por la abundante cantidad de pino Paraná que crecía en el territorio, pero los jesuitas no eran novatos por cuanto desde 1554 habían procurado establecerse con suerte diversa, ya que a los recelos de la corona española se adunaba el acoso de los bandeirantes, quienes respondían a los intereses de la corona portuguesa y procuraban capturar a los indígenas para venderlos como esclavos.
De hecho, en el año 1696 la población debió trasladarse hacia el oeste precisamente por el asedio portugués, y al promediar el siglo XVIII contaba con más de 3000 habitantes y una intensa actividad artesanal y comercial, que se optimizaban porque la proximidad del río Paraná facilitaba el comercio con otras zonas. Lejos de procurar erradicar las costumbres nativas, los jesuitas introdujeron las enseñanzas evangélicas sin represión, procurando incluirlas en la organización social establecida mediante lazos cercanos con los caciques, que integraban un consejo asesor.
La vida de la misión, cuyo trazado fue cuidadosamente delineado por los jesuitas, se desarrollaba en torno a la plaza de armas donde tenían lugar los acontecimientos más importantes y desembocaba en el templo mayor, construído en piedra tallada de estilo barroco cuyo pórtico aún se encuentra en pie. Alrededor de la plaza se encontraban cabildo, hospital, colegio, talleres, almacenes y viviendas de los religiosos y de los nativos. Las columnas del templo dan cuenta precisamente de la fusión entre el arte indígena, influenciado por el marco esplendoroso de la naturaleza y las directivas de los jesuitas en cuanto a estilo y diseño.
Los historiadores dan cuenta del recelo de las cortes española y portuguesa respecto del avance social y tecnológico alcanzado por los guaraníes en las misiones jesuíticas: la destreza de herreros, maestros plateros y artesanos generó intrigas y codicia alrededor de los religiosos, que por añadidura no reconocían otra autoridad que la del Papa. Fue Carlos III quien en 1768 ordenó su expulsión bajo la acusación de organizar un ejército propio para crear un estado independiente bajo dominio jesuita, empleando las fuerzas indígenas a tal fin
La decadencia de las misiones resultó el correlato de la expulsión porque otros religiosos como dominicos y franciscanos fueron los encargados de suceder a los jesuitas con una impronta diametralmente opuesta; San Ignacio cayó en el olvido y la selva cubrió la otrora próspera misión, redescubierta por el escritor Leopoldo Lugones y el uruguayo Horacio Quiroga oficiando como fotógrafo en el año 1903. Recorrer el perímetro de las ruinas y el museo demanda aproximadamente tres horas y resulta un apasionante viaje en el tiempo de la mano de guías autóctonos como Carlos, quien nos remontó a aquellos tiempos mediante su narración puntillosa y apasionada.
También creían en el origen divino del picaflor, emparentado de alguna manera con seres mágicos. No resulta extraña la asociación por cuanto la diminuta ave es el pájaro más pequeño que se conoce y su delicadeza lo torna semejante a una criatura feérica. El nido, del tamaño de una nuez, aloja pichones que poco a poco aprenden a batir las alas de manera tal que casi no se divisan mientras se alimentan de las flores, con el cuerpo que parece suspendido en el aire.
La potencia del batido de las alas demanda gran esfuerzo a las aves ya que alcanzan la cifra de 80 aleteos por segundo, un gasto de energía descomunal para su mínimo tamaño, de ahí que los atraiga el néctar de las flores y el agua azucarada. En el norte de Puerto Iguazú existe un jardín particular que puede visitarse, un espacio pequeño donde sus dueños son acompañados desde hace más de 25 años por varias especies de colibríes que se alimentan de flores y frutos y consumen el agua de bebederos coloridos que penden de los árboles.
El jardín se encuentra acondicionado para contemplar, con asombro y en silencio, el magnífico espectáculo que ofrece la naturaleza: fugaces y encantadoras apariciones de colibríes de todos los colores que se desplazan entre los árboles mientras buscan flores para libar, picotean mínimos trozos de fruta y se detienen a beber agua, una y otra vez.