Algo harto de beber el mismo güisqui de garrafón de El Búho bizco, me dispuse a marchar de vacaciones de Navidad a la cuna de tal espiritoso licor, Escocia me aguardaba y allí encontraría en sus afamadas destilerías el sabor que mi paladar demandaba.
Después de mi sonoro éxito en Tenerife, encontré un Madrid tremendamente aburrido, apenas encontré rivales de mi talla, los mismos chorizos de siempre o crímenes pasionales en los que el asesino cantaba de plano en cuanto veía un uniforme aunque fuera al portero del Ritz, o ajustes de cuentas entre camellos y protomafiosos y un sinfín de tristes etcéteras.
Fue la misma Lola en la barra de El Búho Bizco la que sin querer ante un gesto mío asaz displicente.
- Lola, cariño ¿Has cambiado la marca del matarratas que echas en el güisqui?
- Vaya con el sumiller, es el güisqui de siempre, el que Jota guarda escondido bajo la barra para las inspecciones de Sanidad y Consumo.
- “Consumo” gusto agradecería algo de mejor sabor.
- Si quiere calidad, inspector ¿Por qué no se va a Escocia y prueba el auténtico licor ambarino?
Y heme aquí a nosecuantos miles de pies sobre el Atlántico, a la buena ventura, si, es así pues el idioma de la pérfida Albión estaba mal visto cuando estudié Bachillerato, por lo que temo que los seis cursos de gabacho aprendidos de poco me van a servir, pero antes de salir me empeñé en aprender a decir: - Plis, guifmi a güisqui- y la cuarta palabra ya la pronunciaba de maravilla desde muy tierna edad.
Para irme entonando, en el mismo aeroplano que me transportaba me tomé unos cuantos, dándome cuenta enseguida de la ironía que supone la denominación de aerolínea de bajo coste.
Edinburg mon amourg. – Plis, guan hotel near guaverli (Weaverly) estation – y parte raudo y veloz el taxi, ¡coño! Estos ingleses gastan de una cornamenta apreciable, pues el taxi es de una altura adaptada a un ciervo de ocho puntas, bueno me corrijo, no en lo de la cornamenta, sino que en esta parte del mundo no son ingleses, sino escoceses.
Por cierto, primera decepción, no veo a ninguno con faldita, digo yo que será por eso del frio que hace por estos lares, poco apropiados a tan femenina veste sin ponerse unos leotardos para protegerse los bajos.
Dejo mis cosas en el hotel y bajo a tentar el ambiente, en recepción había un folleto sobre el Scotch Wihisky Heritage Centre y según aprecié en las fotos te enseñaban cómo se fabricaba el agua de fuego con cata incluida, pero ¡cuidado! según pongo el pié en la calzada un loco casi me atropella, vaya una manera de conducir por el lado contrario de la calle, me entró tanta rabia que abrí la puerta del vehículo para atizarle un mamporro y me quedé un poco corrido, cómo no me iba a atropellar si al pobre le habían entregado el coche con un grave defecto de fábrica, le habían puesto el volante en el asiento del acompañante, por lo que le perdoné y acepté sus torpes disculpas, que digo yo que era lo que decía en su idioma.
Por fin entré en la destilería y después de aguantar la cháchara en el idioma de Chéspir sobre el proceso de fabricación, que la verdad sea dicha, a mí ni me iba ni me venía, llegué a la parte mejor, la del trasiego gaznate abajo del líquido elemento; y del resto de la jornada, no tengo más que añadir pues no recuerdo nada más.
Comencé el segundo día de mi epopeya, en la cama del hotel, eso sí, que nadie me interrogue sobre cómo pude llegar a ella. Me encontré algo abotagado, la lengua como la suela de un zapato y la cabeza en otra dimensión, menos mal que en la mesilla encontré un remedio homeopático, un botellita pequeña de esas de muestra de güisqui y apliqué el dicho: lo que no te mata, te hace más fuerte. El remedio me sentó fenomenal, reconfortado por mi bálsamo de Fierabrás me dispuse a continuar la jornada pues tenía varias visitas ineludibles, la primera ir al 11 de la calle Picardy Place, lugar de nacimiento de Conan Doyle, genial creador del inmortal Sherlock Holmes y enseguida en Princess Street adquirí para mi museo particular una gorra como la de mi apreciado héroe.
También visité la casa natal de mi otro ídolo de niñez, Robert Louis Stevenson, autor de La isla del tesoro y es que esta ciudad dio mucho de sí pues también era natural de aquí Walter Scott el autor de Ivanhoe, lástima que luego esta ciudad inspirara el esperpento de Harry Potter.
Con estas cavilaciones mis pasos me transportaron por solitarias calles empedradas de adoquines, húmedas por el rocío que condensaba el frio reinante y oscuras pues por estas soledades tan elevadas en el globo, en invierno, anochece casi a la hora de comer. Iba arrebujado en mi abrigo, mi bufanda y mi estrenada gorra, realmente desorientado de mi localización, cuando aprecié algo extraño en el ambiente, mi instinto siempre me acompaña aunque el trasiego de alcohol sea elevado.
En una típica casita tipo “cottage” aislada de las demás por un triste seto del que faltaban todas las hojas y flaqueada por dos enramados arboles también desprovistos de su abrigo, una luz mortecina salía apenas de un oxidado farol, ayudado en su labor por la luna llena que a ratos rasgaba las nubes y dejaba llegar hasta el suelo argénteos rayos, que solo añadían más tinieblas al entorno.
Un leve susurro como de gasas frotándose me sobresaltó, unas pisadas por la hojarasca de difícil localización y una sombra moviéndose frente a mí, unas risas infantiles y una música lejana de órgano se combinaron en mis oídos haciéndome que un largo estremecimiento me recorriera de pies a cabeza o de cabeza a pies o las dos cosas a la vez. No es que el tiempo me templase mucho el cuerpo, pero ante estos hechos empecé a tiritar y sólo fui capaz de musitar:
- ¿Hay alguien aquí?
Por supuesto que el más completo silencio fue toda la respuesta que obtuve; una pregunta me llenaba la cabeza: ¿los espíritus entienden el castellano? supuse negativa la respuesta pues nadie me contestó. Poco a poco me fui acercando a la entrada, pues como buen servidor del orden y la ley, soy tremendamente dispuesto a “desfacer entuertos y asistir a damas desvalidas” empujé la cancela y ésta sonó como si las bisagras hubieran sentido jamás la presencia del aceite, por lo que solo me atreví a abrirla por la mitad. Me incorporé al jardín, o lo que fuera, pues la hojarasca acumulada de varios otoños alfombraba todo el interior, mis pasos pues, sonaron ásperos y sonoros, lejos del silencio que buscaba me acompañase, pero bueno, me dije, después del ruido de la cancela, cualquier malandrín debe de estar avisado de mi presencia.
No me atreví pues, pues seguro que se encontraba en la misma condición, empujar la puerta de la cabaña, por lo que me asomé por la ventana. Entre los visillos se vislumbraba el interior, en el centro de un salón, cuatro hachones iluminaban a duras penas un catafalco donde una joven vestida de blanco reposaba, supongo que para siempre, esto me animó a entrar pues, el sueño de los muertos es difícil de molestar, así que empujé la puerta, que para seguir con la costumbre, será por la humedad, chirrió como si fuera la mismísima puerta del averno.
En los pies del catafalco me quedé mirando a la joven, una hermosura en vida, vestida con un más que picante vestido de gasa, poco apropiado para un funeral y más siendo el propio, sus transparencias insinuaban más de lo que pretendían ocultar, dejando poco a la imaginación, costumbres locales, me dije, guardando un respetuoso silencio en su presencia. De improviso y como un resorte se incorporó de repente con los ojos inyectados en sangre y gritándome:
- ¡Help me!
Afortunadamente soy un recio varón curtido en mil batallas, porque sino aseguro que mi esfínter se hubiera aflojado de repente, en vez de eso me acerqué a ella que solícita acudió a protegerse entre mis brazos. Entre el frío que portaba yo de fuera y el calorcito que me llegaba de ella a través de su escasa vestimenta, vía sus protuberancias, no digo yo que no llegara a conturbarme, y en esas me hallaba yo cuando por una puerta situada frente a mí, vi aparecer dos engendros salidos de las mismísimas calderas de Pedro Botero, vestidos de harapos negros, con los ojos salidos de las órbitas y cayéndoseles mismamente jirones de carne por la cara, de unas pústulas purulentas les goteaban humores sanguinolentos, afortunadamente hacía tiempo de mi última colación, sino seguro que echo la pota y hasta la primera papilla.
No me arredré ante su presencia y cogiendo una silla que allí se encontraba, me lié a darles mandobles con ella como si de la misma Tizona fuera, los muertos vivientes no eran como los de las películas, éstos a cada sillazo, en vez de soportarlos impávidos, se quejaban vivamente y al segundo sillazo, solían caer abatidos, la refriega duró poco, la verdad sea dicha, eran unos monstruos un tanto debiluchos, me di la vuelta para recoger las mieles del triunfo y el laurel de la victoria, pero mi nuevo ingrato amor en vez de abrazarme y cubrirme de besos como sería menester, me aporreó el pecho con sus puños diciéndome:
- You're crazy,they are actors
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De nuevo en el cielo camino de Madrid, qué buena es la gente de Scotland Yard, que es como se llama aquí a la policía, el inspector Amstrong me atendió muy amablemente, domina muy bien el español pues tiene un apartamento en Benidorm y por eso había oído hablar de mí y de mis casos resueltos, lo arregló estupendamente, el seguro del tour para turistas se hizo cargo de la hospitalización de los actores y los amonestó muy seriamente por ser tan descuidados y no advertir que se trataba de una pantomima, además influyó en la aduana para que pudiera traerme algunas botellas más de las permitidas, por lo que durante algún tiempo, ese acre sabor que me supone beber güisquis de ínfima calidad, no aparecerá.