Encendió la computadora y miró por la ventana: la luna iluminaba un balcón desaliñado, a tono con su vida. Intentó recordar qué había soñado. Podía entrever un viaje en auto por una ruta interminable. "Si dejás que el círculo se cierre estás frito" decía una voz que no alcanzaba a identificar.
Luego aparecía la imagen de su padre sentado en un banquito de madera, afilando cuchillos ajenos. El primer golpe bajo de la madrugada.
Abrió el correo electrónico y pasó por alto las obligaciones. Ni rastros de Camila.
Fue el segundo golpe bajo.
La morocha había terminado la relación hace un año desencantada de sus pantuflas, los versos de madrugada y la invención de horóscopos para portales insignificantes. De un día para otro quedó en la calle y vagó de casa en casa gracias a los amigos que sostenían su vida de poeta.
Uno de ellos le ofreció unos textos para traducir. Al tiempo se mudó a un departamento modesto y hasta se consiguió un gato. Podía decirse que estaba en el paraíso. Pero le faltaba Camila, que dejó de escribirle a medida que pasaban los meses.
Por un instante se dejó arañar por la melancolía y maldijo su debilidad por los aniversarios. Se sintió ridículo ante la imposibilidad de soltar y olvidar, un molino de viento que espera lo que nunca llega.
Miró la réplica que habían comprado juntos y pensó en tirarla a la basura. Todavía no. Descolgó el cuadro y se puso a escribir.