En la pantalla un Adriá de diez meses gatea a toda velocidad por el pasillo de nuestra antigua casa. Se detiene y se gira hacía la cámara. Sonríe y sigue gateando hacía el salón, auténtico parque infantil en aquella época. Se mueve con agilidad entre los juguetes, y al llegar al sofá se pone de pie con una sonrisa triunfal. Miro sus ojos achinados, como ahora… ya casi no me acordaba de cómo era… tan pequeño, y tan feliz.
Navidad, juegos en casa, abrazos, risas al despertarse… el Adriá de ahora mira las imágenes con ojos húmedos mientras su hermana se parte de risa al verlo tan enano.
En el siguiente DVD han pasado casi dos años y Mónica se despereza en mi cama. Tiene dos meses, unos enormes mofletes y un pijama que ya le viene apretado. Adriá se acerca a ella, y le da un abrazo. Me pone morros y dice que no quiere ir al cole, que se quiere quedar conmigo… cuando le oímos hablar nos entra la risa. Voz de dos años y medio con los mismos morros y la misma mirada enfurruñada que ahora. Hay cosas que nunca cambian.
Se oye la voz de su padre y Adriá corre contento a recibirle mientras la cámara sigue enfocando a una gordinflona Mónica casi irreconocible.
Oigo al Adriá de doce años decir “éramos tan felices entonces… todos juntos”. Lo dice sin querer, como pensando en voz alta, mientras en la pantalla aparece un fundido en negro con Mónica bebé desperezándose.
No sé si ha sido buena idea echar un vistazo al pasado…
Esta noche Mónica ha insistido en poner el DVD que quedaba después de cenar. Sólo había salido unos minutos en el otro y se quería ver de pequeña.
Agosto del 2004. En la piscina del chalet que alquilábamos para pasar las vacaciones. Mónica aparece con unos encantadores tres años y una voz que nos hace partirnos de risa a los tres en cuanto abre la boca. Y ya no la vuelve a cerrar en casi toda la filmación. Más escenas familiares, fiestas con amigos, juegos en el agua… Adriá está sentado a mi lado, le miro de reojo y veo que está intentando aguantar el tipo. Le abrazo y le pregunto si lo acabamos de ver otro día. Las lágrimas le resbalan por la mejilla pero me dice que no, que no importa, que es que se ha emocionado.
Sé que él recuerda aquella época como la más feliz. Estábamos todos juntos. Cuando su padre dejó de vivir con nosotros cambié la plaquita del buzón en que figurábamos los cuatro; Adriá me la pidió y la colocó con celo en la puerta de su cuarto. Ahí lleva tres años.
La última imagen se queda congelada en nuestra antigua cocina, ya en esta casa, mientras pintan unas esculturas imposibles que han hecho con cajas de cartón y Mónica, con la cara manchada de verde, pide madalenas con lingotín para merendar.
Mi hija sonríe y dice que no ha cambiado tanto, que le sigue gustando el chocolate. Luego se abalanza sobre su hermano y le riñe por ser tan sensible. Los dos acaban en un montón, sobre la alfombra… como siempre.
Los miro mientras se ríen tirados por el suelo, tan grandes que casi no caben sin hacerse daño… y sé que siguen siendo felices, quizás más de lo que ellos creen, y que dentro de unos años, solo dos o tres, cuando vea las imágenes de nuestro presente, me volverán a parecer pequeños e inocentes…