Teníamos ese rollo freudiano que nos hacía ser raramente infelices, pues era esa infelicidad la que nos obligaba a necesitarnos y soportarnos. Así, tu condescendencia y tu lástima, aunque no te las pedí nunca, hacían mi vida más cómoda y soportable.
Mi malhumor y mis enfados continuos te recordaban que la vida tiene lados, curvas y aristas y que, cuando rara vez sonreía, todo se iluminaba un poquito.
Cuando toqué la campana en el hospital fue uno de esos días, pese a que el cielo amenazaba tormenta. Salimos a la calle y llovía a mares. No quise taparme con el paraguas.
En casa te pedí que abrieras el vino que teníamos reservado. No paraba de llover.
Descorchaste la botella y guardé el tapón como recuerdo. Hicimos una foto del momento. Llevaba mi pañuelo azul en la cabeza. Escuchamos la lluvia, bebimos, recordamos momentos felices. Los pocos que fueron parecieron mil. Llegó una leve sonrisa a mi rostro. Había dejado de llover mientras bebíamos. Me abrazaste y en ese momento salió el arcoíris.