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Money, money, money

Publicado el 26 febrero 2010 por Sergiodelmolino

Ayer El País dedicó dos paginones un tanto abstrusos -en su línea- a hablar de la polémica sobre las subvenciones culturales en España.

A mi entender, es un debate interesado auspiciado por los odiadores de so called by the neocon titiriteros (¿despectivamente?), que solo parecen estar en contra de las ayudas públicas cuando se dan a quien no les gusta. No parecen incómodos con la financiación de la energía nuclear o de la Fundación Faes.

Hace un par de años hice una apertura dominical dedicada a la fiesta de los toros. A la moribunda fiesta de los toros: hablé de su rentabilidad, del escaso público que congrega y del paupérrimo rendimiento que tienen las plazas, que son infraestructuras que, salvo excepciones, programan espectáculos una semana al año y permanecen vacías el resto. Ni siquiera las ganaderías de reses bravas son rentables, según me reconocían un par de empreasarios en el reportaje. El Estado -en todos sus niveles, del central al municipal- mantiene vivo el tinglao con subvenciones directas y encubiertas que, sin embargo, no bastan para que el negocio mantenga un equilibrio en sus cuentas.

A ello hay que unir que una parte no despreciable de la población -que no sé calcular, pero que se intuye numerosa- percibe las corridas como un espectáculo zafio, bárbaro, desagradable o, en el mejor de los casos, como algo rancio susceptible de ser ignorado.

Y, sin embargo, no se debate no ya su supresión -como plantean en Cataluña-, sino la conveniencia de la provisión de fondos públicos para algo que resulta evidente que concierne a una minoría. Pero se da la matraca constantemente con el tema de las subvenciones culturales. Si se descubre que una compañía de Alpedrete ha recibido unos eurillos para un montaje de La cantante calva o que a un escritor le han dado una beca ramplona para dedicarse seis meses a escribir una novela, se arma la de dios.

Que sí, que hay mucho mamoneo y mucho trinque, todos los sabemos. Y clientelismo, y pago a estómagos agradecidos y enaltecimientos del mediocre que alaba al cacique de turno.

Y también es cierto que se producen de cuando en cuando escándalos sonados -sin distinción de colores políticos: peperos, socialistas y nacionalistas, todos tienen lo suyo y barren para su feudo- que hacen rechinar los dientes: cuando un gobierno autonómico paga 15 millones de euros por una peli de propaganda conmemorativa que apenas se vio en los cines -poca propaganda pudo hacer-; cuando otro gobierno autonómico le dio a un solo músico para un solo disco más pasta de la que destina a los músicos locales en todo un año…

Y no me hagan hablar de Aragón, que tengo un hijo al que dar de comer.

Chanchullos los hay, para qué negarlos. Incluso de los gordos y de los muy gordos. Pero estos hechos puntuales no son representativos de nada. Al margen de clientelismos y tomaduras de pelo, la realidad es que el dinero público que se invierte en cultura en España es raquítico si se lo compara con otros países europeos. No solo eso: está mal gestionado y no suele llegar a los sectores interesados.

Hablaré de mí, para que no digan. El año pasado publiqué dos libros, y ambos contaron con subvenciones públicas, aunque los editaron empresas privadas. En total, recibieron unos 4.000 euros de ayuda que no cobré yo, sino los editores -no desvelo ningún secreto: las ayudas son públicas y aparecen en el BOE-. ¿Se habrían dejado de publicar las obras sin esas ayudas? Quiero creer que no, pero es posible que los editores se lo hubieran pensado un poco más. ¿Han sido determinantes esos 4.000 euros para su publicación? No, ya que no cubren ni los costes básicos: hay muchos libros con subvención que luego resultan ser deficitarios, cuyos editores no recuperan ni el precio de la tinta, no ya del papel (no es mi caso, me dicen que estoy en números positivos en los dos: las editoriales han hecho negocio con los dos títulos. Poco, pero han ganado, no han palmado pasta, y eso es más de lo que pueden decir muchos sectores de relumbrón cuyos magnates van por la vida avasallando y exigiendo: es más de lo que puede decir Díaz Ferrán, por ejemplo).

¿Le interesaba a la administración, o tan siquiera a la sociedad, que alguien publicase esos dos libros míos? ¿Es España un lugar mejor desde que servidor tiene obras en el mercado? 

Rotundamente, no: no hay nada imprescindible, salvo el agua y el pan. Pero hasta ahora había más o menos un consenso social que decía que la creación cultural merecía el apoyo del Estado para su crecimiento y difusión, ya que se considera que acaba siendo patrimonio de todos y que todos los ciudadanos terminan beneficiándose de vivir en un país lo más inquieto y culto posible.

¿Sigue siendo válido ese consenso o nos vamos cada uno por nuestro lado?

Lo que quiero decir y creo que no digo nada bien con tanta vuelta y revuelta, es que el debate no debiera centrarse en los términos clásicos -que se marcan en el reportaje de El País y en todos los foros donde aparece esta polémica- entre financiación pública o mecenazgo privado. Es decir, entre el modelo latino y el anglosajón. Ni mecenas ni limosnas estatales. Lo deseable, desde mi modestísimo punto de vista, sería adaptar las políticas nórdicas -danesas, suecas, noruegas…- a la realidad local. Esto implicaría, básicamente, dos cosas: racionalizar y tecnificar la inversión pública en el sector cultural, asegurándose de que las partidas previstas se destinan a los objetivos marcados -objetivos a largo plazo, no de rellenar agujeros en la memoria de fin de año- y que esos objetivos vayan encaminados a la formación y consolidación de públicos cada vez más compactos y numerosos, pues es el público el único sustento real de una manifestación cultural. No sean ingenuos: el sector editorial -ni ningún otro de la llamada industria cultural- no se sostiene a base de ayudas de 4.000 euros. Y eso no significa que tengan que recibir más. Ni menos. Esa no es la cuestión: lo importante es que las ayudas tengan un sentido y una finalidad que la sociedad crea que merecen la pena.

Pero, claro, esto no da votos, es difícil de resumir en un programa electoral o en una consigna y sus resultados no se aprecian ni en uno ni en dos años. Así que, para qué hablar más.



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