El viejo cruzó las vías en las primeras horas del día. Bajo la arboleda todo era de los pájaros, con su canto tempranero. Alguna que otra cagada le cayó en la cabeza. Había muchas ramas donde posarse por encima de su figura lenta y pesada. Pero para el viejo aquello era moneda corriente, su día a día, su manera de afrontar la vida.
Poco le importaba que los trabajadores que salían a la calle a tomar el colectivo de fábrica lo miraran de reojo, o que las ancianas madrugadoras, que despuntaban la lengua mientras hacían de barredoras de veredas, hablaran a su espalda tras su andar parsimonioso.
Puntualmente, el canillita que recibía los diarios con las primeras luces del día, lo saludaba con un ademán de cabeza al verlo pasar. No recordaba cuando había sido la última vez que no coincidieron en horario, en esa esquina. Porque con tormenta, con temperaturas bajo cero o calor calcinante, el viejo arrastraba sus piernas en un mismo derrotero que concluían, cada vez, en un mismo lugar.
Había un rincón de la ciudad al que pocos iban. Se notaba por las veredas sucias, callejuelas con verdín en los extremos, paredes repletas de pintadas sin sentido, que con el tiempo, se había superpuesto en un diálogo eterno y sordo, palabra sobre palabra, insulto sobre insulto. Un contraste de ladrillos rotos, árboles mutilados, autos abandonados, y edificaciones que si bien parecían abandonadas estaban habitadas por personas sin otros recursos, sin otro amparo que un techo sucio, húmedo y repugnante en olores, tan propicio a las enfermedades como a la muerte. Un rincón donde no entraba ni siquiera la policía, que los políticos hacía tiempo habían olvidado y que incluso, hasta en los nuevos mapas había tapado con una leyenda enorme con el nombre del municipio.
Hacia ese rincón, cada mañana, tras atravesar las vías del olvidado ferrocarril, ser blanco de las heces de los pájaros, ignorado y maldecido por las lenguas viperinas de otros seres humanos, caminaba el viejo, con paso desganado y resignado. Llegaba, los zapatos sin suela envueltos en barro, la planta del pie hecho un solo callo, las hilachas del pantalón flameando al viento, la barriga sucia y ruidosa asomando entre los botones faltantes de una camisa dos números menos, que le apretaba los hombros, rasgados, de tela hecha jirones, que cubrían apenas el cuerpo de ese viejo barbudo, casi sin dientes, de pómulos hundidos, ojos achinados, frente engrasada y cabello ralo y revuelto, duro por la tierra, repleto de mierda de pájaro, reseca incluso sobre la oreja y dentro del oído.
Allí nadie lo observaba de mala manera, era uno más, tan sucio como cualquiera, tan hambriento como todos, tan muerto en vida como los demás habitantes de ese confín de la ciudad, cuyo nombre también nadie recuerda, sumergido en las sombras del tiempo y de los hechos que sucumbieron al anonimato y escarnio a esa porción de civilización incivilizada.
Con la lentitud de quién ya no tiene apuro por nada, tan solo por morir, se dirigía cada mañana al monoblock 4, de puertas que otrora habían sido azules, empujaba el metal desvencijado dejando huérfano un chirriar oxidado de fuertes agudos y penetraba en un pasillo tan oscuro como apestoso que terminaba en unas escaleras cuyos peldaños no podían verse ni escucharse, porque incluso cada pisada estaba sepultada en capas de polvo acumuladas por los años. Pero si algo le quedaba al viejo, era memoria. Y sabía la cantidad de pasos, de giros, de puertas que debía dejar pasar de largo, para, finalmente, llegar a la que cada día visitaba. A diferencia de otros picaportes, ese estaba limpio.
Lo hizo girar, dejó que la puerta de madera se golpeara contra el marco, se sacó los zapatos y avanzó hacia la habitación. El lugar estaba impoluto. Hasta parecía brillar. El viejo agarró la escoba y barrió el piso. Luego cambió el agua de un balde, buscó un trapo secándose en la ventana y lo pasó por el suelo, arrastrándose todo a lo largo.
Dejó que se secara, apoyado contra un viejo armario repleto de libros. Luego sacó una gamuza de un cajón y repasó los muebles, las mesas, las sillas. Siguió con la cocina, la habitación y luego el baño. En algunos casos, limpiaba sobre limpio. Hacia brillar más el brillo de la superficie. Hasta el aire, en aquella habitación, parecía ser diferente al que se respiraba en el exterior.
Cuando terminó con la faena, la tarde estaba cayendo. Observó el lugar con atención, como reteniendo cada detalle de la habitación. Fijó su mirada en la imagen que colgaba sobre la pared opuesta, el único ornamento que podía apreciarse en las paredes, una fotografía a color detrás de un vidrio, enmarcada en madera oscura y tallada. Un hombre sonreía abrazando a una hermosa mujer y en brazos de ella, una beba de pocos meses dormitaba, serena, en paz, con la seguridad de estar protegida por esos dos jóvenes adultos que la cobijaban.
El viejo suspiró, en el único gesto que podía hacer sospechar a alguien que el viejo estaba vivo. Abrió la puerta, la cerró, se puso los zapatos sucios y emprendió el regreso. Fue dejando atrás las escaleras, la oscuridad, la humedad de las paredes, la vieja puerta de un deteriorado azul, las calles sucias, las veredas opacas, el lugar sin nombre, el rincón olvidado. Cruzó la plaza, el puesto de diarios, las calles habitadas, transeúntes de miradas hoscas y juicios fáciles, hasta llegar a las vías. Se escuchaban los pájaros y algunos grillos. Pisó un durmiente y luego otro, de manera lenta, acompasada. El sonido de sus días, el repiqueteo de sus pasos, separados por silencios, por recuerdos, por decisiones que ya no tienen vuelta atrás. Y el viejo, como el día, se va perdiendo, se aleja, se ausenta de la vista, para tranquilidad de todos, que no saben dónde va, ni de donde viene, que solo lo ven andar y que con eso, les es suficiente, porque tampoco les importa, pero claramente, les incomoda. Volverá por la mañana, sin el rugir del tren, pero tirando tras de sí, una carga mucho más pesada, invisible, dolorosa, que a nadie le importa y que sin embargo, a todos incomoda.