"Perderé el día que aprendí a besar,
palabras de tus ojos sobre el mar..."
Esa morriña tan gallega y a la vez tan mía,
esa nostalgia tan porteña
de la mezcla de la que salió mi ombligo al mundo
se me hace hoy, un día después, un sentir universal.
Todos añoramos esa bendición que es la pureza
de un pasado idealizado,
de un estado de inconsciencia
de la pesada carga de la adultez amarga,
ese tiempo en el que gozábamos del calorcito
y el olorcito a pan recién horneado,
a puchero, a estofado de la abuela,
al bocado de pan empapado en la salsa hirviente de la olla
coronando nuestra idea impoluta del hogar,
recién llegados del yugo cotidiano
de la escuela fría y vieja,
los zapatos de cuero tirados, las pantuflas abrigadas en los pies,
la sonrisa ya gastada pero siempre renovada de una abuela que era vieja
que nos recibía, triunfante,
luego de haber fregado y cocinando
para tenernos todo dignamente limpio,
para llenarnos la panza de cosquillas y de mimos...
Hoy se me hace que todos añoramos buenamente
esa gracia del alma
que se ha enfriado ya
de tanto mundo adulto,
de tanta pesada carga de responsabilidad contraída,
de tanta desazón al darse cuenta
de que no se es quien se soñaba ser
sino quien en verdad se es al final,
un simple laburante más de lo cotidiano,
un extranjero en el mundo, siempre,
un errante inmigrante en el mar,
un navegante del destino,
un marinero perdido en el azar.
Esas manos ya gastadas
que nos maternaron y paternaron
como mejor supieron,
esas manos enormes y blanditas
que un buen día soltaron amarras,
que, valientes, se hicieron solas a la mar
dejando hueco su tesoro más preciado,
el terruño, el hogar,
el cielo límpido de una infancia que les fue negada,
los paisajes contenidos en un simple contemplar.
Esas manos vacías, despobladas,
una atrás y otra adelante,
con la mirada adusta pintada en el rostro,
con el corazón abierto, en la boca, palpitante,
con una lágrima salada clavada en el surco del dolor:
la añoranza de nuestro lugar para siempre perdido en este mundo.
A boca de jarro