Recuerdo ahora las tardes de verano en la trasera de la casa de mi abuela. Era un especie de patio pegado al edificio principal donde se accedia a los baños, a la cochera y a un cuartito en el que se amontonaban las cosas que ya no servían.
En esas tardes, cuando estaba ya todo hecho y, sin embargo, quedaba tanto por hacer, veía como volaban erráticas las moscas. Hasta que se posaban y palpaban con sus patas buscando sustancias que pudieran absorber con su trompa. Entonces, cuando creían encontrar algo, daban vueltas sobre sí mismas para localizarlo. Ese era el momento. Zas. Y quedaba muerta.